Por Javier Marías |
Me entero de unas recientes estadísticas americanas
que aún no hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso,
porque no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de
Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los libres”
desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de
prensa causa más daño que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria.
Entre los llamados millennials, sólo el 30% la
considera “esencial” para vivir en una democracia (luego el 70% la ve
prescindible).
Hace diez o quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba
que un gobierno militar era una buena forma de regir la nación, mientras que
ahora lo aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta
hasta el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree
lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un
20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la fuerza física
para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o afirmaciones son
“ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los republicanos apoyaría
aplazar —es decir, cancelar— las próximas elecciones de 2020 si Trump así lo
propusiera.
Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo
sorprendente. Nótese la entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los
dos adjetivos, “ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad
de quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro niegue
la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien patriotero, que se
diga que su país ha cometido crímenes (y no hay ninguno que no lo haya hecho a
lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista, que se critique la obra artística de una
congénere; alguien independentista, que se disienta de sus convicciones o
delirios. En todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante
violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las
subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier
cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios. Bueno,
nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de turno, de derechas o de
izquierdas.
Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo
que en Europa no serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de
ideología. Como se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los
jóvenes, los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso,
dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a
celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a quienes
sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí las proporcionan
las redes sociales, en las que un número ingente de individuos recurre de
inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante cualquier opinión diferente
a la suya. Las más de las veces cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No
cabe sino concluir que una serie de valores “democráticos”, que dábamos por
descontados, se están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia,
para el respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no
aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y las
conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad social, de
las libertades y derechos, de la justicia, nunca están asegurados.
Personas con importantes cargos, y por tanto con
influencia en nuestras vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si
a muchas se les hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la
diputada Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos
jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en
su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los cada vez
más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a ella o ella a
él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al President de la
Generalitat había que “agradecerle” su galimatías, porque podía haber sido
peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido, engañado y difamado
compulsivamente, tras haberle ya causado un irremediable daño a su amada
Cataluña, haber montado un referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado
validez con cara granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo
cerrado a capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de
la mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no sacara
una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero? Es como si al atracador
de un chalet hubiera que agradecerle que se llevara sólo los billetes grandes y
dejara los pequeños, y se limitara a maniatar a los habitantes, sin pegarles.
Señores científicos, hagan el favor de estudiar con urgencia por qué tantos
cerebros humanos, en los últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta
alcanzar el tamaño del de las gallinas.
© El País
(España)
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