Por Arturo Pérez-Reverte |
Acabo de conseguir otro sable de caballería. Se trata de una
herramienta soberbia y peligrosa, de combate. Da miedo verla. Como hago
siempre, he pasado muchos días redactando su ficha, estudiando sus cuños y
marcas, reconstruyendo su historia. Y la de este sable es, como siempre,
fascinante: hoja inglesa del modelo 1796, llegada a España como parte de la
ayuda militar británica en la guerra contra Napoleón, montada en 1815 en Toledo
con empuñadura fabricada en Éibar, viajada a América para actuar allí en las
guerras de independencia, posiblemente llevada a Texas –El Álamo– por las
tropas de Santa Anna, para acabar en manos de un anticuario norteamericano y,
al fin, en las mías.
Y a las que llegue después. Porque un sable no es sólo un
objeto antiguo, o de colección. Nada que se coleccione lo es. Y no hablo de
huevos de Fabergé o cuadros carísimos, sino de cosas a menudo sencillas.
Incluso humildes. Un sable, una pistola, un sello, una vitola de habano, una
chapa de refresco, una moneda, una colección de cajas de cerillas, insectos,
folletos de cine, fósiles, uniformes, estilográficas o ceniceros antiguos, de
lo que sea, además de ser motivos de placer personal son puertas para aprender.
Para mirar atrás en la historia, en la ciencia, en la vida propia o ajena. En
la memoria.
Si hablo de felicidad de cazador, de instinto predatorio, de
ese hormigueo que recorre la punta de los dedos ante la pieza codiciada, todo
coleccionista auténtico sabrá a qué me refiero: a esa pulsión casi infantil, o
sin casi, de posesión, de querer hacerte a toda costa con el objeto anhelado.
De conseguirlo al fin y ponerlo junto a otros similares para saborear la
contemplación, el orgullo íntimo, la felicidad que sólo quien ama algo de forma
tan especial puede experimentar.
Mientras escribo esto, caigo en la cuenta de que el de
coleccionista es un instinto más frecuente en hombres que en mujeres. Sin que
esto, naturalmente, las excluya a ellas. Quizá tenga que ver con el lado
lúdico, infantil, que los varones solemos conservar por más tiempo; mientras
que ellas, con su abrumador instinto práctico, con su realismo lúcido, dedican
aficiones y energías a aspectos más funcionales. Quizá una excepción notable a
eso, entre mujeres, sean los libros. Si consideramos, con todo rigor,
coleccionismo la pasión de lectores compulsivos obsesionados por acumular
libros leídos o –lo más frecuente– por leer, sin duda hay más mujeres
coleccionistas de libros que hombres. Lo que, con lectura de por medio, no deja
de tener su lógica. Ellas leen más, creo, porque miran la vida cara a cara.
Porque necesitan interpretar mejor. Su naturaleza les exige descifrar códigos
que los hombres, en nuestra simpleza congénita, ignoramos o nos son
indiferentes.
En cualquier caso, los coleccionistas son seres afortunados.
Poseen una gracia friki casi divina. En algunos casos la afición se atenúa con
el paso del tiempo; pero en otros, los vocacionales, lo que hace es
intensificarse. Pasa igual con quienes, coleccionistas o no, tienen aficiones
que los apasionan; los que construyen maquetas de barcos –yo hice eso durante
muchos años–, los que aman la música, el cine, alistarse en recreaciones
históricas o en una legión de la Guerra de las Galaxias; los que construyen
torres Eiffel con mondadientes, adiestran palomas o crían hormigas para estudiar
cómo viven. Lo que sea. Todos ellos conocen una clase de goce particular negado
a otra clase de gente. Su afán de coleccionistas, sus intensas aficiones, su
fascinante pasión, los elevan por encima de muchas cosas, a veces incluso más
allá de la mediocridad y la grisura de sus –o nuestras, de ustedes y mía–
propias vidas. Les permiten refugiarse en el ámbito maravilloso de un mundo
singular, controlable, de reglas y límites definidos, donde son posibles la
felicidad y el respeto hacia sí mismos. La propia estima. Los hacen, o nos
hacen, seres especiales en algo, al fin.
Y así es como sucede un hermoso milagro. Cuando alguien
consigue evadirse de las trampas que la vida nos tiende cada día, y dispone de
tiempo para, en vez de atornillarse frente al televisor o el dispositivo
electrónico, mirar sellos con una lupa, pintar soldaditos de plomo, pasar
revista a una colección de dedales de coser, de tebeos antiguos, de ex libris
conseguidos en librerías de viejo… Cuando ocurre algo de eso, el territorio hostil
que nos rodea se difumina por un rato, o adquiere contornos soportables. Y el
ser humano vuelve, en ese momento de íntima felicidad, a lo que nunca debe
dejar de ser: la materia maravillosa donde germinan los sueños.
0 comments :
Publicar un comentario