Por Martín Caparrós |
Este martes, el presidente de la Generalitat catalana,
Carles Puigdemont, experiodista, exalcalde de la pequeña ciudad de Gerona y
dirigente de Convergencia Democrática de Cataluña, un partido de centroderecha,
medio declaró la independencia de Cataluña. O, mejor: declaró que, con el
tiempo, va a declarar la independencia. Y sugirió que todo se podía negociar.
No podía declarar la independencia inmediata porque su capital político está en
baja; no podía no declararla si quería conservar su lugar, si no quería
declararse derrotado.
Hace apenas unos días, el domingo 1 de octubre, mientras las
imágenes de policías españoles pegando a ancianas catalanas daban vueltas al
mundo, su causa parecía al borde del triunfo. Entonces empezó la contraofensiva
del gobierno central.
La encabezó un discurso del rey Felipe VI, que reafirmó que
ni ese gobierno ni su corona pensaban negociar con los independentistas. Pero
la definió una ofensiva conjunta del Estado español y las mayores empresas
catalanas. El miércoles 4, el gobierno emitió un decreto que facilitaba la
mudanza de esas corporaciones; de inmediato, las sedes de los dos mayores
bancos —Caixa, Sabadell— y las empresas de agua y gas de Cataluña abandonaron
la región. La democracia a veces funciona así: millones votan un voto cada uno
y unos pocos con sus millones valen lo que millones de votos.
La partida de los grandes bancos fue una cascada de agua
fría sobre el entusiasmo de muchos independentistas, que se declaraban dispuestos
a dar todo por la patria salvo su cuenta de ahorro, sus vidas europeas. Y fue
un alud de nieve sobre el presidente Carles Puigdemont y su partido,
históricamente ligados a esa banca que los estaba abandonando.
La metáfora de las ratas que huyen cuando se hunde el barco
obligó a muchos a preguntarse si de verdad el barco naufragaba. El peso de la
fuga fue tal que, este domingo, en una gran marcha “por la unidad de España”,
el exministro socialista Josep Borrell mezcló cinismo y desazón para decir que
si los bancos hubieran dicho lo que iban a hacer si pasaba lo que pasó quizá lo
que pasó no habría pasado (y no habrían necesitado hacer lo que hicieron).
La economía volvió a irrumpir entre el flamear de las
banderas y las apelaciones a la patria. Si hace unos años el partido del
establishment catalán abrazó el independentismo para disimular sus medidas
económicas impopulares, las medidas económicas del establishment catalán lo
hicieron dudar de ese abrazo. Las dudas crecen: las empuja el hecho de que
nunca, en medio de tanta proclama, se discutió en serio cómo iba a ser esa
Cataluña independiente.
Y, por lo tanto, muchas veces pareció que era un deseo casi
vacío, sin contenidos claros. Se hablaba de un país independiente, sí, pero
nunca de su organización económica y social. Quizá por eso nunca quedó claro
cuánta energía social —cuántos sacrificios— se requería para conseguirlo.
Solo así era posible suponer que se puede construir un país
con el apoyo del 40 por ciento de sus ciudadanos. Inventar un país es un
proceso complejo, costoso, peleado: para dar semejante paso se necesita un
apoyo más que masivo. Las independencias —la posibilidad de empezar un país
nuevo— se ganan con guerras o con el derrumbe del poder “colonial” o con
grandes mayorías decididas. Las dos primeras parecen —por suerte— imposibles;
la tercera no existe ahora en Cataluña. Empezar un país con su población
partida al medio sería una receta perfecta para el desastre.
Y, para colmo, esta semana los independentistas perdieron el
monopolio de la palabra, del relato, de la calle. De pronto los callados —más
de la mitad de los catalanes— empezaron a hablar. Se habían mantenido en
silencio durante años: oponerse al patriotismo quedaba mal en los cafés y los
salones. Pero la inminencia de la declaración los sacó del letargo y de pronto
esa mayoría (?) silenciosa intentó dejar de serlo.
Se empiezan a oír voces distintas. Ahora se diría que millones
de personas tienen la sensación de que dos energúmenos —Rajoy y Puigdemont— y
sus secuaces los están llevando hacia una situación que los espanta: hacia un
enfrentamiento que puede terminar en sangre o, por lo menos, en sudor y
lágrimas para todos. Se diría que millones descubrieron que una independencia
es la mejor manera de arruinarles las vidas por años y años, y todo en nombre
de unas telas de colores demasiado caras.
Se diría que muchos no quieren resignarse a no poder ser
catalanes y españoles. Se diría que millones preferirían que todo se calmara,
que se buscaran soluciones en lugar de problemas, que se buscaran empates en
lugar de victorias, que se encontraran las maneras de volver a pensar en otras
cosas. Se diría que lo quieren, aunque no sepan cómo podrían conseguirlo.
No se sabe. En estos días los callados están buscando las
maneras de hablar: de decir que no quieren seguir callados si su silencio
legitima los gritos de otros. Pero no siempre las encuentran. Hay marchas
contra el patrioterismo catalán y algunas se convierten en gritos patrioteros
españoles: hace tiempo que no salían a las calles españolas tantos himnos y
signos franquistas; hace tiempo que no se veía a ciertos demócratas tolerarlos
tanto y que la amenaza del fascismo no aparecía tan clara.
Siempre es más fácil cantar a favor de una bandera que
contra el exceso de banderas. Siempre es más fácil seguir a un líder que una
idea. Pero los que tratan de no dejarse llevar por las corrientes patrias son
cada vez más. Si consiguen expresarse, algo puede cambiar en Cataluña. Y en el
resto de España. Deberían, para eso, convencerse de que la solución no es irse
cada cual por su lado y deshacer poco a poco su país, sino rehacer juntos un
país —una sociedad— de donde nadie quiera irse: ni las regiones ni los
ciudadanos. No es fácil, es indispensable.
Pero, por ahora, Puigdemont acaba de declarar una
independencia diferida, llamando al diálogo, y se espera la respuesta de
Madrid, que hasta ahora ha sido, casi en cada caso, la peor. Ayer mismo el
portavoz del Partido Popular, Pablo Casado, dijo que “a lo mejor el que la
declare (la independencia) acaba como el que la declaró hace 83 años”. Ese
hombre, el primer presidente de la Generalitat,
se llamaba Lluis Companys y es el héroe nacional catalán desde que, el 15 de
octubre de 1940, fue fusilado por la dictadura del general Francisco Franco.
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