Por James Neilson |
En la mayoría de los países, las elecciones legislativas que
se celebran a mitad del mandato presidencial brindan a los decepcionados por el
gobierno de turno, sin por eso querer echarlo, una oportunidad para darle un
rapapolvo amonestador, razón por la que el oficialismo suele perder algunos
escaños. Pero la Argentina es diferente. De estar en lo cierto todos los
encuestadores, aquí los votantes aprovecharán los comicios del domingo venidero
para manifestar algo más que su opinión de la gestión de Mauricio Macri.
Para
sorpresa de los resignados a la hegemonía de variantes del populismo
autocompasivo, según el cual la Argentina es la eterna víctima de la malignidad
de potencias envidiosas, hay señales de que por fin el país se ha cansado de
una modalidad que tantos perjuicios le ha provocado y que por tal motivo buena
parte de la ciudadanía estará dispuesta a confiar en Macri, María Eugenia
Vidal, Elisa Carrió y otros miembros del equipo gobernante. Más que una tenue
esperanza, los une el hartazgo.
De ser así, estamos ante un cambio de paradigma que, andando
el tiempo, incidirá en la conducta y las actitudes de muchísimas personas,
incluyendo a aquellas que odian a la gente de Cambiemos. A diferencia del
peronismo y las sectas que ha incubado, entre ellas la kirchnerista, o la
izquierda combativa, el movimiento que se ha formado en torno a Macri no se
alimenta del repudio rencoroso de cuanto les parece foráneo o vinculado con la
oligarquía terrateniente sino de la convicción de que, bien manejada, la Argentina
podría dejar atrás una etapa larguísima signada por frustraciones y fracasos
para crear una sociedad que acaso no sea perfecta pero que por lo menos sería
comparable con las más avanzadas del mundo occidental.
Desde el punto de vista de los que, a pesar de todo lo
ocurrido en los años últimos, siguen reivindicando lo que nos aseguran son
aspiraciones más elevadas que las meramente tecnocráticas, se trata de una meta
poco emocionante, una que es típicamente burguesa y por lo tanto despreciable,
pero parecería que dentro de un año o dos obtendrá el respaldo de la mayoría.
Para algunos, el que, desde que irrumpió en la Capital
Federal hace apenas diez años, el macrismo, acompañado por la UCR y la
Coalición Cívica, haya continuado expandiéndose con rapidez hasta conformar el
núcleo de un movimiento de alcance nacional, plantea un peligro. Dicen temer
que el ingeniero Macri, envalentonado por los resultados electorales previstos,
caiga en la tentación de creerse un hombre providencial, un salvador de la
Patria imprescindible, o sea, que se transforme en un caudillo narcisista como
los de antes que premiaban indebidamente la lealtad de sus vasallos, comenzando
con sus parientes y amigos. Si bien dicha alternativa es factible, por ahora no
hay muchos motivos para suponer que Macri permitiría que el eventual éxito de
su proyecto político se le subiera a la cabeza. Por su formación, entenderá que
en el mundo actual los reacios a acatar las reglas, escritas o no, que son
consideradas propias de la democracia no suelen merecer la aprobación de sus
pares.
De todos modos, hay mucho más en juego en las elecciones del
22 de este mes que el destino personal de un político determinado. En el
exterior, el consenso es que los resultados dirán si el triunfo de Macri de dos
años atrás fue nada más que una anomalía pasajera atribuible a los errores
groseros cometidos por Cristina con el presunto propósito de prolongar su
propio reinado o si, como aventuran los voceros oficiales más optimistas, la
Argentina realmente está preparándose para despegar luego de haber perdido
décadas negándose a intentarlo.
La cautela de los escépticos tanto locales como extranjeros
tiene su lógica. Hay interesados en el futuro del país que aún sospechan que lo
sucedido en octubre de 2015 sólo reflejó el fastidio que muchos sentían por la
presencia entre los candidatos de piantavotos esperpénticos como Carlos Zannini
y Aníbal Fernández y que votaron a Macri porque creían que representaba el mal
menor. Es posible que quienes piensan de tal modo no se hayan equivocado.
Así y todo, es evidente que a partir de entonces comenzó a
difundirse la conciencia de que lo que el país necesita es mucho más que contar
con un gobierno que sea internacionalmente presentable. Al fin y al cabo, la
alternativa al cambio propuesto por Macri y sus aliados es más de lo mismo, es
decir, más saqueo a manos de los integrantes de bandas corporativistas de
características mafiosas, más inflación, más contabilidad imaginativa y mucho
más pobreza. Puede que el impacto de la tragedia venezolana en el estado de
ánimo popular no haya sido muy grande, pero muchos intuyen que algunos años,
quizás meses, más del kirchnerismo hubieran tenido consecuencias catastróficas
para todos salvo los militantes.
En el mundo actual, desprovisto como está de relatos
aglutinantes, se ha hecho habitual que los triunfos electorales deban menos a
los méritos propios del eventual ganador que a los defectos de sus adversarios.
En Estados Unidos, Donald Trump se impuso porque a juicio de muchos Hillary
Clinton era un personaje antipático y nada confiable. En Francia, fue merced al
pánico que motivaba el ascenso de Marine Le Pen que el casi desconocido
Emmanuel Macron pudo instalarse en el Palacio del Elíseo. Es natural, pues, que
muchos macristas recen para que Cristina logre mantenerse fuera de la cárcel
hasta nuevo aviso. En términos objetivos, como dirían los ideólogos comunistas,
es su aliada más valiosa. Por supuesto que si la Justicia se pusiera a la
altura de las exigencias formales de los halcones de Cambiemos que quieren que
actúe sin prestar atención a los presuntos deseos del Poder Ejecutivo, la
estrategia así insinuada, que ya parece anacrónica, tendría los días contados.
Además de modificar los ruinosos códigos de la política
argentina que durante tanto tiempo han contribuido a frenar el desarrollo del
país, Cambiemos está obligando a los peronistas a someterse a una severa
autocrítica. Si bien a los compañeros no les preocupan demasiado las
deficiencias de sus doctrinas o, si se prefiere, las verdades recopiladas por
el general, sí los angustia el que millones de votantes estén dándoles la
espalda. Algunos han reaccionado acercándose a Macri –es la vocación del poder
de la que se ufanan–, mientras que otros están pesando las ventajas de
incorporarse a una de las agrupaciones post-kirchneristas que están
consolidándose y que, desde luego, se parecen bastante a ciertos sectores de
Cambiemos.
Los así inclinados se afirman más moderados, más pragmáticos
y, claro está, más respetuosos de los valores democráticos que los que
obedecían sin chistar las órdenes de la señora. Aun cuando sólo sea cuestión de
oportunismo, el realineamiento que está en marcha es otro síntoma del cambio
que según parece está produciéndose en el seno de la sociedad argentina.
¿Fructificarán los esfuerzos por adaptar el peronismo a los tiempos que corren?
Por tratarse de un movimiento tan asombrosamente proteico, algunas facciones
podrían sobrevivir, pero a juzgar por la performance reciente de Florencio Randazzo,
sería poco probable que lograran combinarse para emprender la reconquista del
país. Mal que les pese a los compañeros que, sin reconocerlo, encarnan el
conservadurismo argentino, lo suyo ya es viejo. Huele a naftalina.
Tal y como están las cosas, el enemigo más peligroso que
enfrenta el macrismo es el facilismo, la costumbre inveterada de sucesivas
elites nacionales de minimizar las muchas dificultades que el país tendría que
superar para alcanzar sus objetivos. Al iniciar su gestión, apostaron a que la
sensación de que la Argentina estaba en vísperas de un gran cambio sería más
que suficiente como para impresionar a los inversores en potencia para que la
llenaran de dólares, euros y yuanes. Asimismo, decidieron hablar lo menos
posible de “la herencia” atroz que les habían legado Cristina, Axel Kiciloff y
compañía con la esperanza de que bastaría como para hundirlos. Si bien desde
entonces han adoptado actitudes un poco más realistas, aún se resisten a
admitir que no les será del todo sencillo concretar las reformas que tienen en
mente para que el país disfrute de un período largo –uno que tendría que durar
veinte o treinta años, de crecimiento sostenible.
De confirmarse las previsiones de los encuestadores, el
Gobierno subestimó a la gente al dar por descontado que lo único que le
importaba era el bolsillo. Aunque la tibia recuperación que se ha registrado
después de casi dos años muy arduos llegó tarde para influir mucho en las PASO,
los resultados sorprendieron gratamente a los dirigentes oficialistas que
habían supuesto que en última instancia dependerían de la evolución de la
economía. No es que los votantes estuvieran indiferentes ante la erosión del
poder adquisitivo, es que una proporción sustancial sentía que el camino
elegido por Cambiemos era mucho más promisorio que los propuestos por Cristina,
Sergio Massa, Randazzo y otros que creían que la mejor forma de conseguir votos
consistiría en persuadir al electorado de que le convendría confiar una vez más
en el voluntarismo facilista que siempre ha sido la carta de triunfo del
populismo.
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