Por Fernando Savater |
En los días
posteriores a los atentados terroristas de Cataluña, hemos oído diversas
jaculatorias que constituían una buena ilustración del dicho popular “dime de
qué presumes y te diré lo que te falta”. Muertos de miedo (y no sin razón,
porque lo contrario sería estar loco) hemos gritado con voz aflautada “¡no
tenemos miedo!”; también se ha elogiado mucho “la unidad de los demócratas”,
mientras cada cual se subía a su mata de cizaña; no han faltado los homenajes a
la eficacia los Mossos d’Esquadra precisamente el día que menos la demostraron,
aunque no lo hicieron mucho peor que otras policías europeas más famosas; y por
supuesto se aseguró que nuestros valores comunes —“occidentales”, añaden
algunos más audaces— serían defendidos a capa y espada contra quienes quieren
derrocarlos.
A mí son estos valores lo que me intriga especialmente. ¿Cuáles
son? ¿En qué se diferencian para mejor de otros ajenos? ¿Realmente los compartimos
desde el fondo de nuestra convicción o son como esos principios que Groucho
estaba dispuesto a cambiar si veía que no le gustaban a su vecino más
quisquilloso? Hum, ejem...
A pesar de las diferencias evidentes entre los usos culturales, hay
ciertos valores efectivamente universales en el terreno moral aunque en cada
lugar y tiempo los legitimen a su manera: en ninguna sociedad se ha apreciado
más la mentira que la verdad, la cobardía que el coraje, la avaricia que la
generosidad, el abuso contra los pequeños que su protección... en una palabra,
lo que debilita y compromete los vínculos sociales —o sea, humanos— frente a lo
que los refuerza. Varía la extensión del campo en el que estos principios se
aplican (de la estrechez de la tribu hasta la anchura total del universo, que
es la aportación revolucionaria de estoicos y cristianos) pero lo recomendado
no cambia mucho. Los hombres, desde que lo fueron, no han necesitado saber qué
era el humanismo para portarse con humanidad con aquellos a los que han tenido
por semejantes. Y las religiones no son las inventoras de estos preceptos,
aunque han contribuido por lo general a extenderlos y reforzarlos. Pero también
han buscado a veces motivos sublimes para darlos de lado y olvidar lo humano en
nombre de lo sobrehumano, que suele ser disfraz de lo inhumano. Quizá Richard
Dawkins exagera de nuevo, como suele, cuando afirma: “Las personas buenas hacen
cosas buenas y las personas malas hacen cosas malas; pero para que personas
buenas hagan cosas malas se necesitan las religiones...”. Yo más bien tiendo a
creer que la religión es como el alcohol, que a unos les sienta bien y les hace
más cordiales y tiernos, mientras que convierte a otros en brutos repelentes.
En cualquier caso,
cuando hablamos de “nuestros valores” no nos referimos a las virtudes morales
que individualmente podemos compartir con nuestros congéneres de cualquier
lugar del mundo, aunque difieran los usos y costumbres que supersticiosos de
todas partes consideran éticamente relevantes. Ni tampoco, aún menos los
“buenos sentimientos” y la abnegación por los nuestros, que compartimos incluso
con muchos animales. Los valores a los que nos referimos son cívicos y
sociales, se refieren a los principios democráticos sobre los que se fundan
nuestras instituciones: la igualdad de los ciudadanos ante las leyes, que han
sido creadas por ellos mismos y pueden también ser modificadas por ellos; la
libertad de cada uno para buscar su propia excelencia a su modo y manera dentro
de la ley, sin la obligación de parecerse a los demás ni temer diferenciarse de
ellos en tal o cual aspecto circunstancial; la educación y la protección social
para todos, que debe resguardarnos de la tiranía de la miseria; la elección de
los gobernantes por vías claramente establecidas y su revocación del mismo modo
llegado el caso; la consideración de que el orden estatal está al servicio de
los ciudadanos y no estos sometidos al servicio de aquel; el aprecio común por
los aspectos lúdicos y embellecedores de la vida, artes, juegos, poesía y
también por el desarrollo racional de los conocimientos que aumentan
técnicamente nuestras capacidades y nos permiten profundizar el sentido de la
existencia, etcétera... Con alguna puesta a punto modernizadora, el discurso
fúnebre de Pericles transcrito —o inventado— por Tucídides sigue siendo un buen
prontuario de nuestros valores.
Desde luego, no son referencias ideales que todas las culturas
compartan. Pero tampoco todas las que no las comparten están activamente
alzados contra ellas, aunque oscuramente sepan que guardan un principio
subversivo contra los absolutismos, las teocracias y los tradicionalismos
intocables que jerarquizan a los que viven juntos en castas infranqueables. Los
países democráticos pueden intentar fomentar movimientos políticos semejantes a
los nuestros en otros lugares pero las libertades no deben imponerse manu militari so pena de suscitar una falsa e
hipócrita adhesión que a veces es peor que el franco rechazo. A menudo en estos
días oímos aterradas palinodias sobre nuestro mal comportamiento imperial en el
pasado inmediato para justificar los ataques terroristas que padecen nuestras
capitales. Francamente, creo que los actos de contrición y los golpes de pecho
resuelven poco cuando nos enfrentamos a un movimiento fanático y criminal que
sabe más del manejo de explosivos que de historia. Tampoco parece que todo
dependa del rechazo o la falta de oportunidades que encuentran precisamente los
musulmanes en nuestras sociedades, las más inclusivas que ha habido nunca.
Otros grupos étnicos aún más remotos, como los orientales, no han tenido tantas
dificultades para integrarse ni se han convertido en enemigos de la
convivencia: ¿han visto ustedes alguna vez a un chino o un coreano pidiendo
limosna en una esquina o viviendo de la asistencia pública? No parece infundado
suponer que en la religión musulmana se dan rasgos ideológicos especialmente
poco aptos para aceptar los valores de las democracias occidentales, aunque en
ese terreno simbólico siempre se puede esperar giros interpretativos que acaben
por reconciliar lo en apariencia irreconciliable. Siento una especial simpatía
por tantas personas que viven en países de mayoría islámica y sometidos a sus
dogmas en apariencia, aunque sean tan escasamente religiosos como lo somos la
mayoría de nosotros. A quien desee pensar esos asuntos sin ñoñerías, les
recomiendo el libro/entrevista con el gran poeta sirio Adonis Violencia e Islam (editorial Ariel). Comparto muchos
más valores auténticos con él que con quienes en España deciden saltarse las
leyes invocando los derechos de los territorios contra los ciudadanos o toman a
Venezuela o Cuba como modelos para sus colectivismos autoritarios, por el
momento afortunadamente solo declamatorios...
© El País (España)
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