Por Luis Alberto Romero (*) |
La Corte Suprema examina en estos días el reclamo
de un conjunto de ONG de Salta, por la discriminación de niños no católicos en
las escuelas públicas, donde la enseñanza de la doctrina católica es
obligatoria. Reclaman por la igualdad de derechos y contra la discriminación de
los ciudadanos. El caso, sin embargo, llama la atención sobre el papel de la
Iglesia Católica en la enseñanza pública y, más en general, sobre un cierto
avance del clericalismo, entendido como la prerrogativa asumida por los
clérigos de dirigir los asuntos públicos.
El tema, que no es exclusivo de la Iglesia
Católica, animó en el occidente medieval la lucha entre el imperio y el papado.
En el siglo XIX, la consolidación de los modernos Estados centró esos
conflictos en cuestiones concretas, como el matrimonio civil, que remitían al
lugar de Dios en un Estado secularizado. En 1870 el papado, encerrado en el
Vaticano, declaró que la Iglesia universal era una "fortaleza
sitiada". Con esa clave, los católicos del mundo explicaron la situación
de la Iglesia en cada uno de sus países.
En la
Argentina no hubo "Iglesia sitiada". Por el contrario, desde la
Organización Nacional la Iglesia creció pari passu con el
Estado que la sostenía. Las zonas de conflicto se fueron dirimiendo, aunque, a
diferencia de los vecinos Uruguay y Chile, no se llegó a la separación completa
de Iglesia y Estado, y muchas cuestiones quedaron sin resolver.
Los desencuentros interpretativos fueron grandes en
el tema educativo. Según los católicos, el Estado monopolizó la educación,
excluyendo a la Iglesia, educadora natural. Pero la Constitución de 1853 había
garantizado la libertad de enseñanza, y siempre hubo una variedad de ofertas
educativas, religiosas, étnicas o simplemente privadas. El Estado creó su
propio sistema educativo y compitió exitosamente con los privados en un mercado
abierto, ofreciendo gratuidad, excelencia y un laicismo bien visto en una
sociedad abierta, móvil, integrativa y plural. Tampoco se abandonó el principio
federal, pues la ley 1420, basada en la "escuela de Sarmiento" de la
provincia de Buenos Aires, rigió sólo en la Capital Federal y en los
territorios nacionales.
En el siglo XX el papado cambió el tono. Pío X se
propuso "restaurar a Cristo en todas las cosas" y Pío XI postuló:
"Cristo vence, reina y manda". La "Iglesia triunfante" se
aprestaba a reconquistar la sociedad y el Estado. En la Argentina ese programa
cobró vida pública en los años 30. El Estado incrementó sus apoyos, se
multiplicaron obispados y parroquias y la Acción Católica organizó a sus
militantes. Mientras los católicos ganaban las calles, los capellanes
castrenses conquistaron la imaginación de los militares. Una cruzada impondría
la nación católica, marginando a quienes eran ajenos a ella. En 1943 el
objetivo pareció logrado, cuando el gobierno militar impuso en todas las
escuelas del Estado la enseñanza religiosa, ya presente en muchas provincias.
Previamente, católicos y nacionalistas habían denigrado largamente la escuela
laica y su emblema, Sarmiento.
Del régimen de 1943 surgió el peronismo, que renovó
los pactos con la Iglesia, aseguró la enseñanza religiosa e hizo suya la
Doctrina Social católica. El corporativismo de la encíclica Quadragesimo
Anno inspiró la doctrina justicialista de la Comunidad Organizada. Era
parecida al reino de Cristo, pero a la vez diferente, en parte por el estilo
modernizador del peronismo, pero sobre todo por la inevitable colisión entre el
peronismo y la Iglesia, dos instituciones unanimistas y aspirantes a conducir
la unanimidad.
La relación con Perón terminó muy mal. Los sueños
del reinado de Cristo alentaron a quienes apoyaron al general Onganía en su
lucha contra la subversiva modernidad y en pro de una sociedad comunitaria;
también inspiraron a quienes proclamaron que la violencia del pueblo conduciría
al triunfo de Cristo encarnado. Ambos grupos de católicos compartían un ideal:
un mundo en el que los clérigos construyen el reino de Dios en la Tierra.
Entre esos dos extremos, el grueso de la Iglesia
optó por salir del centro de la escena y comportarse como un actor corporativo
más -como los sindicalistas, los empresarios o los militares-, organizado para
presionar al Estado y obtener algunos objetivos en campos acotados: las
costumbres modernas, la mediación en los conflictos sociales y la educación.
En su larga lucha contra la pecaminosa "vida
moderna", pese a algunos éxitos circunstanciales, la Iglesia viene
retrocediendo en una sociedad crecientemente secularizada. Su lucha sin
desmayos sólo le permite retrasar la aprobación legal de cambios ya aceptados
por la sociedad, incluidos los católicos, como ocurrió con el divorcio.
En cambio, la Iglesia viene triunfando en su pretensión
de ser la gran mediadora en los conflictos sociales. En tiempos del
anticomunismo, la mediación de un sacerdote garantizaba que quienes protestaban
no eran subversivos. Desde 2001 la Iglesia fue la convocante natural de las
grandes mesas de consenso, suerte de eucaristía donde los problemas se
solucionarían sobre la base de una creencia compartida, regulada por el
privilegiado mediador.
La idea no carece de mérito en un país enfermo de
facciosidad. Pero no es la única posible, y probablemente no es la que dé
resultados más sólidos. En una sociedad los conflictos son muchos, sus
protagonistas son diferentes y cada acuerdo es específico. Sobre todo, porque
son conflictos reales y no meros malentendidos. Deben explicitarse, discutirse
y dirimirse, y cada acuerdo resultará de una transacción en la que se cede, se
gana y se van ajustando las opiniones.
En materia de educación, luego de la decepcionante
imposición manu militari de la unidad en la fe, la Iglesia
eligió un perfil más bajo. Multiplicó sus escuelas confesionales y presionó al
Estado para que las sostuviera adecuadamente, un beneficio que también alcanzó
a otras confesiones y a emprendedores privados, que en conjunto compensaron el
deterioro vertiginoso de la escuela estatal. A la vez, su avance sobre las
escuelas públicas se desarrolló en provincias lejanas del núcleo del debate
público y donde su influencia local era mayor. Son muchas las que introdujeron
la enseñanza obligatoria de la doctrina católica, que el caso de Salta pone en
debate. Hoy el modesto y deteriorado sistema público es la única opción para
quienes no pueden pagar otra educación. Y para ellos, en esas provincias la
única opción es confesional. Una modesta realización, al fin, del reino de Dios
en la Tierra.
Visto en conjunto, el avance actual del
clericalismo es inquietante. Lo es para quienes desconfían de todos los
unanimismos y apuestan a consolidar un terreno público plural y pluralista. En
el mundo del catolicismo hay corrientes de opinión diferentes. Algunos se
lamentan del clericalismo y están convencidos de que un apartamiento del Estado
-y aun una renuncia a su sostén- redundaría en favor de una espiritualidad más
auténtica y responsable. Creo que así todos viviríamos mejor.
(*) Historiador
©
La Nación
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