Por Carlos Ardohain
Escribo contra la
corriente, porque escribir significa creer todavía en algo, porque si no lo
hiciera
la pulsión de muerte me arrastraría, me pasaría por arriba, me borraría
del mapa.
Escribo para no ser escrito.
—Fogwill
Escribir puede ser más difícil que vivir. Esa dialéctica
especular: el arte imita a la vida, la naturaleza imita al arte, refleja ese
misterio: una relación difícil. Un amor imposible. Dos términos demasiado
grandes, no hay ecuación que pueda resolverse así, todo es y no es a la vez.
Nada es lo que parece.
El arte es más grande que la vida, la vida es más grande
que el arte. Lo único que parece grande de verdad es la muerte, que estaba
antes y estará después, estos dos términos son el mientras tanto, el ahora,
pero… ¿no es al final lo único que importa, que merece la pena? ¿No es el único
lugar, el único tiempo en el que de verdad estamos? ¿Acá, ahora? ¿Y después? Rasgado
el velo, ¿Satori? ¿Nirvana?
Escribo contra la corriente, porque escribir significa creer
todavía en algo, porque si no lo hiciera la pulsión de muerte me arrastraría,
me pasaría por arriba, me borraría del mapa. Escribo para no arrepentirme de no
hacer, para interpelarme, para sacarme la máscara y dar la cara por mí, para
prolongar la función más allá de los bostezos del público postergando
indefinidamente el acto final. Para sospechar que pasado un tiempo vos estarás
leyendo y tomando posición o teniendo una opinión acerca de este texto; llegado
a este punto pensarás: otra vez el recurso de interpelar al lector, pero aún
así no podrás dejar de leer, porque si lo hicieras el texto moriría y esta
relación autor-lector dejaría de existir instantáneamente. Escribo como quien
construye una máquina inefable, un mecanismo preciso cuya función no se conoce
todavía y puede que no tenga ningún provecho. Escribo sabiendo que será inútil
pero lo haré de todos modos, añorando la alegría de los que saben o creen que
todo es un sueño, que nada merece ser tomado en serio, que el tiempo no existe.
Escribo porque es un acto físico y para mí es igual que dibujar. Un trayecto,
un itinerario, un paisaje, casi un retrato. Porque creo que la palabra tiene
poder, materializa y concreta, puede sanar, revelar, ser transformadora.
Escribir es hablar en silencio. Es económico, mínimo, verdadero. Implica no
estar solo. Escribo porque todavía soy capaz de amar.
Y también, claro, para no morirme nunca, para creer o
suponer que la muerte no existe, o que uno la puede burlar. Para morirme pero
quedar. Para dejar herencia. Para dejar huella. Por placer y porque sí. Para
investigarme, bucearme, aprender de mí viéndome desde afuera. Para cantar de
otra forma, ya que para cantar cantando la voz no me da. Para enamorar y a su
vez enamorarme de mí. Para trabajar mi parte mejor. Para cambiar de opinión
todo el tiempo, cada vez que escribo. Para ser. Para ir. Para reír. Para no
explicar nada. Para explicarlo todo. Para caminar al revés. Para volar por el
suelo. Para musicar sin sonido. Para cuestionar el sentido. Para parar la
lluvia. Para no ser ingenioso ni ocurrente. Para no parar de buscarle sentido a
la cuestión de buscarle sentido a la cuestión. Para averiguar cuál es la
cuestión que tiene sentido. Para intentar que el tiempo avance para atrás. Para
pasar al otro lado del espejo. Y del otro lado volver a pasar al otro lado.
Para entender que no hay nada que entender. Para parar el mundo. Y no bajar.
Para dejar de hablar. Para ver qué pasa. Para espejar.
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