Por Gustavo González |
Chanta como sinónimo de poco serio, poco serio como sinónimo de parcial,
parcial como sinónimo de superficial, superficial como sinónimo de frivolidad.
Hay una corriente de chanterismo que atraviesa casi todos los
razonamientos y casi todos los estratos sociales y profesionales. Es una
corriente de pensamiento frívola, superficial, parcial y, por ende, poco seria.
Poco seria en cuanto a la necesidad de entender, aunque puede resultar muy
seria a la hora de entretener.
Porque se trata de un esfuerzo intelectual que
no tiene como objetivo el conocimiento, sino el espectáculo del conocimiento.
Haciendo zapping a la noche, entre un canal de fútbol y otro de noticias,
mientras con una mano se contesta un wathsapp y con la otra se sostiene una
copa, entender y entretener pueden resultar lo mismo. Pero hay una diferencia
abismal.
¿Los que saben, saben? Mi tío Manuel, un cura de la congregación San
Vicente de Paul que llegó a Dios escapando del hambre de la posguerra española,
me repetía un proverbio cristiano en su cruzada por alejarme de la soberbia
adolescente de las certezas absolutas (yo le decía que me quería alejar de mis
certezas para llevarme a las suyas). “¿Qué diferencia a un animal de un
hombre?”, me preguntaba para responderse: “Que el animal no sabe y el
hombre sabe”. ¿Y qué diferencia al hombre del sabio? Que el hombre sabe. Y el
sabio sabe que no sabe”.
Jamás se imaginó que, en su afán de restarme ignorancia, con su variante
socratiana del “sólo sé que no sé nada” me inoculó para siempre el virus de la
duda como método de pensamiento. De ahí al periodismo hay un paso.
Como otras ciencias, el periodismo busca respuestas. Saber qué pasó, por
qué. No es una ciencia exacta, aunque usa herramientas de ciencias más exactas
como la matemática o la física. Es una ciencia social cuyo motor de búsqueda es
metafísico y se llama duda. La genuina necesidad de saber es la que mueve a
filósofos e intelectuales en general y a los periodistas en particular. Saber
que no se sabe es el reconocimiento de la propia ignorancia y es el primer paso
para buscar verdades. No con la utopía de encontrar respuestas para
todo, sino con la convicción de que no da lo mismo intentarlo que no. Y porque,
además, de tanto en tanto aparece una verdad salvadora. Con esfuerzo, a veces
suerte, apelando al método de Descartes: no dar por verdadero nada que no
comprobemos que lo sea, dividir cada dificultad en tantas partes como sea
posible, ordenar los pensamientos desde los más simples a los más complejos,
hacer las revisiones necesarias para tener la seguridad de no omitir nada.
Sin ese método, igual se pueden lograr muchísimas cosas. Ninguna que se
parezca al periodismo.
Show periodístico. La Argentina chanta –en el sentido de frívola,
light–, es la heredera natural de dos épocas que conviven y se superponen: la
posmodernidad que sobrevive desde los 90 y la hipermodernidad (esta mezcla de
clichés posmos y modernos, con el kirchnerismo como máxima representación). Lo
liviano es parte esencial de la sociedad del espectáculo. Lo denso es parte de
una modernidad que ya fue.
El periodismo televisivo refleja bien el cambio de época. Hace tres
décadas, el programa político más exitoso era el de Neustadt y Grondona y
alcanzaba 30 puntos de rating. Cuatro personas hablando, una a la vez, con
música de Piazzolla y dos plantas como decorado. Ya promediando los 90 incluía
su cuota de show, con polémicas en vivo, celebridades y Menem conduciendo desde
un sanatorio.
Hoy, programas similares sobreviven en cable con un punto. Ahora, lo
más parecido a un programa de debate político en la TV abierta es aquel en el
que múltiples panelistas logran arrancar ideas, desarrollarlas y concluirlas en
un lapso que va entre 15 y 35… segundos.
Saben que ningún periodista, político o economista puede hilar una idea
en ese tiempo, pero son conscientes de que la audiencia (la sociedad) no
toleraría que tardaran más. Está claro: no se espera una idea, se espera un
show. Y el show periodístico audiovisual no deja de ser un género más de esta
profesión: intentar llevar todos los códigos del papel a la TV sería un error,
pero hay algunos que deberían trascender a las plataformas. Como el que exige
no dar por cierto nada que no tengamos fehacientemente probado. Hacerlo, se
parecería mucho a una mentira. El show y y la superficialidad pueden ser
contrarias a la profundidad, pero no tienen por qué ser sinónimo de mentira.
Investigaciones exprés. Lo más grave no es la superficialidad de época que
se filtró en el periodismo. El mayor problema es cuando esa liviandad deviene
en chanterismo informativo.
Hoy, los periodistas estamos corridos por el minuto a minuto de la TV,
radio, sitios de noticias y redes sociales. Las conclusiones no pueden esperar,
la sociedad no tiene tiempo que perder, pide investigaciones instantáneas y
respuestas ya. Cuando un conductor pregunta “¿Qué pasó con Nisman?”, cualquier
contestación es válida, salvo la que diga: “Todavía no se sabe”. Y si la
pregunta es “¿A Maldonado lo mató la Gendarmería?”, la respuesta que se espera
es sí o no, y veinte segundos de explicación para dar aspecto de sustento
investigativo.
Cualquiera tiene derecho a decir: “A Nisman lo mandó a matar Cristina” o
“Se suicidó porque estaba avergonzado por su impresentable acusación contra la
ex presidenta”, pero cuando los que hablan de manera tan asertiva son
periodistas, faltan a los chequeos propios de la profesión. Ni los
prestigiosos peritos que tuvieron acceso a la autopsia y a la totalidad de las
pruebas se pusieron aún de acuerdo.
El expediente Nisman consta de 85 cuerpos, 17 mil fojas, más fotos,
videos y documentos anexos. Imagínense 56 libros de 300 páginas en una
biblioteca. Eso es lo que está investigado. Tiendo a creer que ningún colega
pudo estudiarlo completo. Y temo que la mayoría de los que opinan con tanta
certeza jamás haya leído una foja. Conozco periodistas que estudiaron al menos
cientos de sus páginas. Son los que cuando escriben son capaces de revelar
aspectos desconocidos del expediente, testimonios claves, resultados periciales
o desarrollar un par de hipótesis sobre lo que pudo haber ocurrido, así, a modo
de posibilidad. Pero no sienten que tengan los elementos suficientes para decir
con exactitud qué pasó con el fiscal.
Algo similar ocurre con la desaparición de Santiago Maldonado. Las
certezas que existen de uno y otro lado de la grieta se filtraron entre los
periodistas y los llevaron a dar por probadas lo que hasta ahora son
suposiciones más o menos fundadas. Desde el primer día se escuchó que lo
desapareció la Gendarmería como parte de un plan estatal de represión. O que se
esconde para desgastar políticamente al Gobierno. O que se murió al cruzar el
río y lo enterraron los mapuches. Son aseveraciones que no admiten un
potencial, ni siquiera un tal vez.
Chanterismo. Nisman y Maldonado son los ejemplos recientes de la exposición del
periodismo a la modernidad líquida, a la grieta cerebral argentina y a las
nuevas necesidades de consumo.
No es un problema sólo de esta profesión. El país chanta es el
del propio fiscal Nisman ignorando al toque la denuncia de Eliaschev en PERFIL
sobre el acuerdo con Irán, la ministra Bullrich descartando sin más la chance
de que un gendarme tuviera alguna responsabilidad en la desaparición de
Maldonado, el juez Otranto anticipando en medio de su investigación que creía
que el artesano se ahogó al cruzar el río. Son resoluciones rápidas, a la
carta. Con alguna intencionalidad, prejuicios, cediendo a presiones sociales,
temiendo dudar.
Frente a un mundo cambiante como nunca, los periodistas (los argentinos
en general) atravesamos curiosamente el momento de mayores certezas de nuestra
historia. Justo al revés de lo que les pasa a los científicos; que cuanto más
descubren, más ignoran.
Puede que sea la respuesta instintiva frente a la inseguridad y al miedo
que provoca una realidad inestable con verdades demasiado efímeras. Lo cierto
es que hoy sabemos tanto que cada vez nos diferenciamos más de los animales. Y
de los sabios.
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