Por Guillermo Piro |
Inquieta saber la fecha precisa del nacimiento de cualquier
cosa. De cualquier cosa que haya sido capaz de abrirse camino en la Historia,
se entiende. Sabemos el año preciso en que nació el humor negro: Una modesta
proposición, el texto fundador y fundante de Jonathan Swift, data de 1729. En
él, Swift sugiere que la solución al hambre de los pobres es que los padres les
vendan sus hijos a los ricos para que éstos se los coman.
(No quiero imaginarme
lo que un texto de ese orden podría provocar en la Argentina actual si alguien
osara escribirlo y hacerlo público. Imagino denuncias, Inadi, piquetes y
escraches, o sea, todas cosas de las que felizmente pudo verse librado Swift por
haber nacido en Dublín en 1667, cuando el mundo, gracias a que era mucho más
atrasado, despiadado e ignorante, tenía más sentido del humor.)
No recuerdo la fecha precisa pero sí el año en que el humor
negro entró a mi vida: 1973. Yo tenía 12 años y por alguna misteriosa razón
hizo su entrada triunfal en mi casa un pequeño libro, Los cuadernos negros de
Philip van Pyre. Digo misteriosa porque en mi casa no entraban muchos libros (y
eso da pie a otro misterio: ¿cómo puede construirse un lector nacido en una casa
donde nadie lee?).
Los cuadernos negros de Philip van Pyre contenían una corta
serie de reflexiones de ese heterónimo acerca de lo que amaba y odiaba,
acompañada de sus lecturas predilectas, lo que hacía que entraran en escena
cuentos de Ambrose Bierce, Mark Twain y Jules Renard, entre otros. Entre los
personajes amados por Van Pyre figuraban Gengis Khan (“Como todo buen tártaro,
nunca logró bañarse”), Rasputín (“Fue precursor del psicoanálisis y se dedicó
full-time a hacer tratamientos intensivos a las damas de la corte”), Lucrecia
Borgia (“Fue una mujer incomprendida por centenares de hombres. Sin embargo,
tuvo tres esposos y cinco amantes; los ocho murieron de amor”), Boris Karloff
(“Su sonrisa paralizaba a sus interlocutores, pero sólo en los primeros
instantes”), Al Capone (“Acusado del horrendo crimen de eludir el pago de
impuestos, fue recluido de por vida, despiadadamente, en una celda sin
calefacción ni baño privado”) y Jack el Destripador (“Desde muy niño amó la
medicina y, en especial, le apasionaba la cirugía del aparato digestivo”).
Entre los odiados, Las madres (“La expresión ‘pobre madre’ es otra patraña más,
puesto que económicamente son muy poderosas. [...] Querida mamá, no te enojes,
pero te odio”), Las vírgenes (“Se las concibe delgadas y anémicas, aunque se pueden
encontrar vírgenes gordas al norte de Dinamarca y en todas las óperas de
Wagner. [...] Desprecio a las vírgenes, al Libro de las Tierras Vírgenes, a la
constelación de Virgo y al Estado de Virginia”), Los pobres (“Deberían ser
aislados en lazaretos, para trasladarlos luego, junto con sus familiares, sus
enfermedades y sus visitadoras sociales, al desierto del Sahara”) y Beethoven
(“Pasó treinta y siete años de su vida componiendo estruendosas sinfonías,
sonatas y cuartetos, con los que ensordecía a sus vecinos, a la ciudad y al
municipio, terminando por ensordecerse a sí mismo”).
En tiempos en que la educación está en franca crisis,
recomiendo la reedición y la incorporación como lectura obligatoria de Los
cuadernos negros de Philip van Pyre en la escuela primaria. Eso podría deparar
varios puntos a favor: los niños se divertirían, aprenderían algo de Historia,
entenderían de entrada quién corta el bacalao y qué tira más que una yunta de
bueyes, y entrarían en contacto con lo más preciado e insigne de la literatura
universal de todos los tiempos. Si eso no es educación...
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