Por Carlos Ares (*) |
Si alguno comparte mi necesidad, los convocaría a un minuto
de silencio. Sólo habría que dejar el título y el espacio en blanco, o en
negro. Pero ya saben cómo funciona esto en los días que vivimos. Aun con la
mejor intención, la ausencia de palabras sería leída e interpretada como una
opinión más, a favor o en contra de lo que cada uno suponga. La batalla por
hacer prevalecer la propia verdad no admite que alguien decida callar y sentir.
¿Quedarán, al fin,
dos ladinas, arteras lenguas anudadas entre sí, dos labios sangrantes partidos
a dentelladas, a maldiciones, dos cuerpos bamboleantes atravesados de
denuncias, acusaciones, supurando delitos, culpas, crímenes, hasta que uno
caiga agonizando sobre el otro? ¿Tendrá todavía aire el que respire para dejar
a la posteridad su sentencia triunfal? ¿Qué diría? ¿Muero contento, hemos
batido al enemigo?
Recuerdo, ahora, cuando en Madrid, a fines de los años 70,
la sociedad española se conmovía por el asesinato a mansalva, por la espalda,
con un tiro en la nunca, a manos de militantes de la ETA. Para entonces, el
deseo de vivir en paz, en democracia, de recuperar las libertades después de
cuarenta años de “franquismo”, era una voluntad manifiesta. Los ciudadanos
reaccionaban con demostraciones masivas de repudio, muy conmovedoras para
quienes llegábamos expulsados por la dictadura en nuestro país.
No había entonces redes sociales. Alcanzaba con los medios
tradicionales, sobre todo las radios, para promover acciones inmediatas. Así,
por ejemplo, se sabía que a las 12 en punto del mediodía, ahí donde uno se
encontrara, se realizaría un minuto de silencio. Era un modo de acompañar el
duelo por las víctimas y, a la vez, de hacer evidente el rechazo a la
violencia. Uno de esos días me tocó estar, de paso, en uno de los lugares de
mayor tránsito de la ciudad. A las 12 en punto, pude ver y comprobar cómo se
detenían los automóviles y los peatones en el lugar en que se encontraran.
Los conductores de los coches se bajaban, también los
pasajeros de los autobuses, los agentes de tránsito, los padres que llevaban a
sus hijos de la mano, los parroquianos que salían de los cafés, todos, allí, se
quedaban de pie, inmóviles, un minuto o más. Corría viento, se escuchaban los
pájaros, no había aplausos al final, nada, cada uno volvía a lo suyo. En ese
momento logré apreciar el efecto devastador que tiene sobre la conciencia el
silencio cuando evoca el dolor, la insensatez, lo irremediable.
En el silencio nos reconocemos humanos, frágiles, incapaces
de explicarnos cómo llegamos a librar batallas absurdas y a justificar muertes
o actos criminales que generalmente acaban con la vida de quienes ni siquiera
tuvieron tiempo de preguntarse por qué, para qué.
Puede ser, el silencio, causa o consecuencia. Si no se dan
explicaciones cuando se piden, o si llegan tarde, cuando ya los hechos no
necesitan de palabras. Es el silencio, a veces, un modo de negar lo evidente o
de refugio ante el ataque hostil. Nos metemos adentro para saber que ahí
estamos, que eso fuimos, que eso somos, que ningún insulto, por más artero,
malicioso, afilado y punzante que sea, puede abrir, herir, el mar de silencio
en el que nos tomamos un tiempo para pensar y nadar a solas.
En el páramo del desconcierto, hipócritas voces que bailaron
antes sobre los muertos en Tucumán o negaron asistencia en cientos de crímenes
pretenden manipular la realidad con la ambición de recuperar puestos, cajas,
negocios perdidos, reconstruir o proteger mafias y disfrutar nuevamente del
poder en beneficio propio. La disputa es feroz. Todo parece valer. Arrojar
cadáveres, desparecidos, extorsionar, amenazar, insultar, perseguir en las
redes, utilizar a los sindicatos como arma de presión, abusar de los pibes,
apretar jueces, descalificar, mentir, todo.
Vaya entonces este minuto para que cada uno lo utilice en
memoria propia o ajena, y dejemos que el silencio haga sus preguntas. ¿Qué
parte de este dolor te toca, te pertenece? ¿Debiste callar, decir o hacer algo
más?
(*) Periodista
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