Por Fernando Savater |
José Gaos pensó que las dos exclusivas que caracterizan al
hombre son la mano y el tiempo. Otros dijeron que la palabra y algunos que la
risa o, mejor, la sonrisa. Probablemente los más acertados son quienes
sostienen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces —tirando por
lo bajo— en la misma piedra... A mí me parece que lo propio del ser humano es
tener manías.
Nuestras manías son como pequeñas religiones privadas,
cultos íntimos con los que tratamos de contrarrestar la permanente amenaza del
azar y el desparrame de la vida, incontrolable. Inexplicables pero fijas, las
manías son lo más nuestro de lo nuestro. Para poder convivir pacíficamente con
alguien, mucho más importante que compartir ideas políticas o gustos
gastronómicos es tolerar sin reproches sus manías...
Todos somos, a escala mayor o menor, maniáticos. Nada de
malo hay en ello, aunque ciertas manías son más perturbadoras que otras.
Lo temible son los maniacos, o sea, los maniáticos empeñados
en imponer sus manías a los demás, convertidas en dogma, adornadas con virtudes
irrenunciables y transformadas en moral. Aún más, en superioridad moral.
Hoy pululan por las redes sociales, intimidando a muchos.
Están los maniacos clásicos, racistas, fanáticos religiosos (o anti),
separatistas... pero además los de nuevo cuño, las feministas convencidas de la
culpabilidad predeterminada de los varones, en cualquier conflicto o hasta en
su forma de sentarse, y los más severos aunque risibles de todos, los
animalistas, inventores de una moral surrealista en que solo puede haber
animales inocentes y humanos culpables. Quien se burla de sus odios comete
delito... de odio.
No tomemos en broma a los maniacos, son influyentes y se
encargan a través de la web de repartir los certificados de buena conducta que
antes expedía la policía franquista...
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