La pésima reacción
del Gobierno convirtió un caso
de derechos humanos en una crisis política
de
primera magnitud.
Por Ignacio Fidanza |
Es un misterio porque algunos casos logran conmover incluso
a las sociedades más anestesiadas. Pero ocurre. La primera reacción de los
gobiernos ante una crisis suele ser negarla. "Ya va a pasar", es la
receta que sugiere esa mezcla de pereza intelectual y aislamiento que produce
la adormidera del poder. Pero en este caso todo fue y sigue siendo peor.
El bloque
oficialista -que trasciende largamente al Gobierno e incluye voceros oficiosos-
eligió el tortuoso camino de magnificar un supuesto terrorismo mapuche, como
una remix solapada del "algo habrán hecho", la misma operación intelectual
de desplazar la culpa hacia la víctima.
Es culpable la madre que demora el ADN, son culpables los
mapuches que no dejan pasar a los investigadores, es culpable el propio
Santiago Maldonado porque viaja a Chile, porque es artesano, porque se cambia el
nombre, porque atacó a un puestero o porque simplemente estuvo en el lugar
equivocado en el momento menos indicado.
La ministra Patricia Bullrich acaso creyó que le hacía un
favor al Gobierno cuando se cerró en la defensa de la sospechada Gendarmería y
dijo en el Senado que lo hacía porque "yo me la banco". Sí, dijo eso.
Es curioso cómo evolucionan las personas. Como si provenir
de la izquierda, incluso revolucionaria, los obligara ya de grandes a
sobreactuar una dureza de derechas de caricatura. Como si se vieran obligados a
desmontar cada una de aquellas viejas convicciones, en una parábola que no hace
sino enhebrar una misma intolerancia.
Nada de todo esto le hace bien al Gobierno, que se cierra
sobre una postura que los deja enojados y a la defensiva. Cuando lo más
sencillo sería enfrentar el problema: Pudo ser la Gendarmería, lo vamos a
investigar y caerán los que tengan que caer. Y sobre todo: Para qué enredarse
en la discusión sobre si es o no una desaparición forzada. Los ecos de esa
negativa no traen nada bueno. Falta sensibilidad política o sobra revanchismo.
En cualquier caso, es nocivo.
Pero la polarización genera estas confusiones. Si los
kirchneristas apoyan el reclamo, si los gremios docentes, las Madres, los
piqueteros, los actores, hacen del caso una bandera, esto es una maniobra de
desestabilización y la mejor manera de desbaratarla es confrontar, cerrar filas
y demonizar a los que nos buscan demonizar.
Y así estamos, con un Gobierno acusado de desaparecer gente
y una oposición acusada de fomentar el terrorismo. Pero no son los 70, los
mapuches no son los Montoneros y Macri no es Videla.
Lo que falta es tan obvio como ausente. Serenarse, regresar
al punto de partida, allá en esa estepa desolada, a trabajar profesionalmente
en la investigación. Y sobre todo, como Estado, garantizar que no habrá
impunidad ni encubrimiento. No se trata de bancarse nada, sino de averiguar dónde
está Santiago Maldonado y que fue lo que pasó. Se podrían hacer tantas cosas
para demostrar esa convicción: Desde nombrar a un fiscal especial, de renombre
y prestigio, hasta solicitar la cooperación de fuerzas internacionales de probada
capacidad de investigación. Tantas cosas.
Todo hubiera sido más sencillo si al inicio prevalecía el
sentido común. Ahora es una crisis de primera magnitud y el desenlace tendrá
consecuencias políticas. Pero para eso el presidente tiene ministros, para que
absorban el costo de las decisiones equivocadas y el Gobierno pueda corregir y
continuar su marcha.
En los noventa, Carlos Menem tuvo que suprimir el servicio
militar obligatorio para salir por arriba del laberinto del caso Carrasco. Fue
una respuesta que entendió que por sobre el caso concreto, la crisis había
adquirido tal dimensión que era necesario además de investigar, ofrecer una
respuesta política de la misma escala.
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