Por Manuel Vicent |
Las bravatas que se intercambian Donald Trump, Nicolás
Maduro y Kim Jong-un constituyen una parodia de la lucha libre, un deporte muy
popular en Estados Unidos, que llena las cadenas de televisión los fines de
semana. Antes del combate los luchadores, con más de 130 kilos de
peso, se exhiben teatralmente con vestidos, cabelleras y tocados extravagantes,
y se comportan de forma muy agresiva ante las cámaras con un lenguaje soez
lleno de amenazas violentas hacia su contrincante. Unos representan el papel de
buenos y otros el de villanos.
A veces fuera de las cuerdas se colocan otros luchadores que
intervienen cuando los buenos o los malos están en peligro. Pero al final los
buenos siempre ganan.
La misma impostada procacidad se ha establecido ahora en la
política norteamericana como una representación viva de la más genuina lucha
libre. Entra Donald Trump en el cuadrilátero internacional vestido con calzón
azul y corbata roja que contrastan con su almidonado tupé amarillo y grita que
va a atacar con furia y fuego.
En una esquina le espera Kim Jong-un, con notable sobrepeso
y el occipucio esquilado, quien responde con la amenaza de soltar una bomba de
hidrógeno recién horneada y desde otra esquina el incontinente bocazas de
Nicolás Maduro, ataviado con la bandera venezolana, suelta las consabidas
soflamas.
El combate está amañado ya que Trump, después de golpes,
caídas y desalojos del ring totalmente trucados, espera dar el último aullido
de la victoria.
Todo es una ficción teatral para distraer al público de
otros graves problemas que afectan al mundo, pero los luchadores no están
libres de una caída fortuita con daño grave o que otros luchadores, Putin o Xi
Jinping, que están observando el combate y el triunfo del bueno oficial, salten
también al cuadrilátero y la representación acabe en una real y divertida
guerra nuclear.
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