Por Laura Di Marco
Mauricio Macri está enojado. Un disgusto que no se esfuerza
en esconder, ni tampoco puede canalizar a través del deporte, después de la
intervención quirúrgica que sufrió en su rodilla derecha, a mediados de agosto,
y que lo dejó inhabilitado para la actividad física, durante ocho semanas: un
auténtico sacrificio para un hombre que concibe la competencia deportiva como
un antídoto contra el estrés del poder.
El primer rencor es con el círculo rojo. Allí ubica
centralmente a medios y periodistas. "Son los únicos que no se dieron
cuenta de que ganábamos las PASO y que todavía creen que, en 2015, ganamos por
casualidad", chicanea, en la intimidad. Está convencido de que los
ciudadanos de a pie comprenden mucho mejor lo que sucede en la Argentina que
los líderes políticos y comunicacionales. El segundo disgusto es con el
"falso progresismo," que, junto con el círculo rojo, logró transformar
un caso policial -la desaparición de Santiago Maldonado- en un asunto político.
En el caso del garantismo, además, le achaca haber influido sobre la red
internacional de organismos de derechos humanos, que terminó lastimando la
imagen de su Gobierno.
Hace suyo el razonamiento de su socia Elisa Carrió cuando
conjetura que el kirchnerismo -es decir, el "falso progresismo"-
busca la renuncia de la ministra Patricia Bullrich para afectar la lucha contra
el narcotráfico que básicamente lleva adelante la Gendarmería. Con las Policías
Federal y Bonaerense bajo sospecha, los gendarmes se han vuelto una pieza clave
en la política de seguridad de Cambiemos. "No podemos pagarles 70 mil
pesos, como gana cualquier ñoqui de la política. Y los tipos se juegan la vida,
por eso el Presidente tiene que cuidarlos, darles un respaldo taxativo",
desliza un ministro, que frecuenta la oficina presidencial. Macri está
convencido de que ese "falso progresismo", que condenó de antemano a
la fuerza, termina siendo funcional al mundo narco. "Nunca veo al
periodismo preocupándose porque le tiraron una molotov en la cara a un gendarme
o indignados porque atacaron a un policía", se queja, en la intimidad de
las reuniones con sus principales espadas. Volvió impresionado de la última
visita que hizo el último lunes a Berazategui. La gente del conurbano llenó de
elogios el trabajo de Patricia Bullrich -un espaldarazo que también reflejan
las encuestas-, mientras gran parte del círculo rojo le ha pedido que dé un
paso al costado. En su más profunda intimidad, Macri piensa que va a llegar un
día en el que los medios perderán toda conexión con la realidad.
La decisión política está tomada. Y aunque algunos gendarmes
terminen involucrados en la desaparición del artesano, respaldará con uñas y
dientes tanto a Gendarmería como a su ministra de Seguridad.
El pálpito de una victoria de Cambiemos en octubre y, sobre
todo, la posibilidad de derrotar a una Cristina Kirchner que lo atormentó desde
que se lanzó a la política, parecen haberlo cambiado. "Hay que creérsela
un poco más", desliza, enigmático, a los amigos de confianza que
frecuentan su despacho. La frase adquiere sentido en un Macri padeciente del
poder, a quien, durante todo el primer año de su mandato, le costó habitar su
nuevo lugar.
Aunque con personalidades opuestas, Macri tiene, igual que
la ex presidenta, su propia e intensa batalla cultural. La diferencia es que
mientras él se enoja hacia adentro -practica una ira de interiores, por decirlo
de algún modo-, ella estalla hacia afuera. Los motivos de la cólera son,
naturalmente, distintos y también lo es el modo de procesarla: el kit
terapéutico macrista apunta a conservar la paz interior. Mantener el eje: una
preocupación que Cristina jamás tuvo. Sin embargo, y aunque suene extraño,
ambos comparten un adversario en común: el círculo rojo, un concepto que, en el
imaginario macrista, no sólo incluye a los medios sino también a la clase
política tradicional, el establishment y la ciudadanía politizada.
Después de octubre, no habrá Pacto de la Moncloa con el
peronismo, ni nada que se le parezca. El Presidente no tiene ninguna voluntad
de lanzar un gran acuerdo político, tal como había amagado, tímidamente, antes
de las primarias. Si la idea pactista nunca logró enamorarlo -siempre sintió
que era una iniciativa que trataba de imponerle el círculo rojo-, mucho menos
lo seduce ahora, en la pre-degustación de un triunfo personal y política. El
giro es una nueva victoria de sus principales consejeros, Marcos Peña y Jaime
Durán Barba, quienes siempre le bajaron el pulgar a la foto de una gran
conciliación con la oposición. El argumento duranbarbista, hoy revalidado, es
que semejante imagen dejaría al Gobierno debilitado y, sobre todo, restaría
toda credibilidad a la mística del cambio. En la filosofía del ecuatoriano,
menos es más.
¿Cómo hará, entonces, para lograr las reformas políticas y
macroeconómicas que necesita? ¿Y si los bloques del peronismo se reunifican en
el Congreso y la Legislatura bonaerense, tal como deslizaron esta semana
algunos soñadores? Macri no ve peligro en el corto plazo. Por el contrario,
percibe a un peronismo que aún debe recorrer un largo camino para
reorganizarse. Los acuerdos se harán sector por sector. La semana pasada
llegaron al Congreso, casi al mismo tiempo, la nueva ley de responsabilidad
fiscal -un acuerdo para bajar el gasto público, que se alcanzó con 23 de los 24
gobernadores- y el proyecto de Presupuesto 2018, que Nicolás Dujovne blindó
aumentando las partidas de las prestaciones sociales, para lograr su aprobación
en un año electoral. Idéntico camino sigue la reforma tributaria -que empezaría
a debatirse a fin de año- y el blanqueo laboral, que el Gobierno teje con un
sector de la CGT: los pragmáticos popes sindicales llevan años de supervivencia
política ejercitando el olfato para detectar de qué lado calienta el poder.
El Presidente ni siquiera vio la entrevista que, desde la
desesperación, Cristina le concedió a Luis Novaresio y que se convirtió en la
comidilla más jugosa de los últimos días. Macri carece de ese tipo de
curiosidad política. En cambio, prefirió pedirle a uno de sus voceros que le
trazara un resumen de la performance de su antecesora, a quien no le cree ni
una sola palabra.
Está convencido de que, después de octubre, ya no habrá dos
caminos -populismo cristinista versus republicanismo de Cambiemos-, como
machaca la mayoría de los analistas políticos con quienes él mantiene una pelea
discreta y secreta. La gente -que siempre va adelante- ya se dio cuenta de que
el populismo es como la resaca que aparece después de las fiestas. Después de
las elecciones, la Argentina tiene que transitar, durante los próximos veinte
años, ese único camino de apertura al mundo, profetiza. ¿Aventura, entonces,
una hegemonía política de Cambiemos? No. ¿Un acuerdo político amplio con la
oposición, que incluya políticas de Estado? Tampoco, esas son las falsas ideas
del círculo rojo. En la política del siglo XXI, el único jefe es el ciudadano y
es esa ciudadanía despierta, no la iluminación de los líderes, la que mantendrá
el pulso del cambio.
Macrismo de máxima pureza en un Presidente que asumió frágil
y ahora ensaya pasos nuevos en el centro de la escena.
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