Por Ricardo Dudda
En una conversación con Fernando Aramburu en
la revista El Cultural, Fernando Savater cuenta que fue al Museo
Romántico de Madrid y vio algunos manuscritos de Bécquer. Savater admiraba la
claridad y simpleza del poeta, pero vio que los textos expuestos estaban llenos
de “tachaduras, rectificaciones, arrepentimientos, añadidos… ¡Cuánto esfuerzo
le había costado llegar a la definitiva sencillez! Y, sobre todo, cuánto le
costó que el distraído lector nunca notase olor a sudor, a gimnasio, en sus
páginas.”
La prosa sencilla se ve como algo escolar, amateur, porque transmite la
sensación de que el texto no ha costado esfuerzo. A Savater sus alumnos le
decían “‘A ti se te entiende todo’, pero con un poco de reproche. Admiraban a
los que entendían solo a medias, porque les resultaban más profundos.” Tengo un
amigo que una vez, para no escribir la expresión “vender la moto”, que suena
muy simple, escribió “saldar la motocicleta”. En vez de “convertirse”, pon
mejor “tornarse”, que queda más literario. En vez de “es”, di “no
es sino”. Mejor “antaño” (u “otrora”) que pasado.
La buena escritura es, según esta lógica, cuanto más palabras mejor, y
cuanto más cerca de una carta de amor perfumada del siglo XIX, más respetable.
Buscar el sinónimo más enrevesado para no caer en el cliché acaba siendo aún
más cliché. A veces, como en el periodismo deportivo, parece mostrar un
complejo de inferioridad frente a otros géneros periodísticos: si decimos
“cancerbero” en vez de “portero” quizá nos tengan más respeto.
George Packer escribe en un texto
sobre George Orwell en Letras Libres que “las
palabras no deberían llamar la atención sobre sí mismas, deberían llevar al
lector directamente a la realidad.” Esto no significa que en la sencillez y en
la prosa clara no pueda haber un intento estético, o una búsqueda de la
belleza. En “Por qué escribo” Orwell afirma que uno de sus motivos es el
“Entusiasmo estético”: “La percepción de la belleza en el mundo exterior o, si
se quiere, en las palabras y en su adecuada disposición. El placer
ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una
buena prosa, ante el ritmo de un buen relato [las cursivas son
mías].”
He escrito pocas cartas de amor. Pessoa decía que es más ridículo no
haber escrito nunca una carta de amor que haberlo hecho. La que mejor me salió
no la llegué a enviar. Era muy lacónica, con frases muy cortas, tenía ritmo y
una buena estructura. Me basé en una columna de Félix Romeo en la que admitía
que estaba enamorado. En ese texto, escrito en San Valentín, critica que “el
amor nos sigue produciendo un tremendo pudor”. Escribe con naturalidad y
palabras sencillas de algo tan común como el amor: “Estoy enamorado, sí. Y no
me avergüenza decirlo, ni siquiera en San Valentín.” Su laconismo resulta
tierno, casi ingenuo. No envié la carta porque me dio vergüenza enviar una
carta de amor con una prosa tan fría. También me daba algo de pudor: no podía
esconderme tras palabras enrevesadas. Quizá tampoco me creía del todo lo que
decía en ella. Y me imaginaba una respuesta como “vaya, pero dime algo bonito”.
Pero si le añadía metáforas, palabras cursis o arabescos, más que una carta de
amor perfumada me parecía estar enviando una carta con olor a sudor.
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