Por Guillermo Piro |
Hace poco un ciclista en una carrera provocó una pequeña
conmoción. En una pendiente, en vez de mantenerse sentado y dejarse llevar por
la inercia, como suelen hacer todos, adoptó una posición inusual, el pecho
sobre el asiento, totalmente horizontal, y de ese modo avanzó a tal velocidad
que en un breve trecho consiguió superar a todos los otros corredores, que al
verlo pasar se preguntaban qué payasada era ésa.
Son cosas que suelen ocurrir
con los deportes “nuevos”: creo que la primera competencia ciclística se
realizó en Florencia en 1870. Algo muy diferente ocurre con otros deportes
mucho más antiguos, el remo, por ejemplo. Sus orígenes se remontan al Antiguo
Egipto, pero se considera que como deporte surgió en Gran Bretaña durante el
siglo XVII como una actividad reservada a la nobleza. Lo cierto es que
innovaciones técnicas como ésa ocurrida hace poco en una carrera de bicicletas
en el remo es impensable. Todo está codificado, analizado, estandarizado desde
hace mucho tiempo. Pueden cambiar los materiales con que se construyen los
botes, pero es muy raro imaginar a alguien innovando, aunque más no sea
mínimamente, en el modo en que rema.
Es raro, pero a pesar de su antigüedad y su alcurnia, el
remo no es un deporte que aparezca mucho en la literatura. Haciendo memoria
puedo recordar la carrera de larga distancia (Alan Sillitoe), el squash (John
Irving), el tenis (David Foster-Wallace), el surf (William Finnegan), el fútbol
(Nick Hornby), el running (Haruki Murakami), pero no consigo recordar ni
siquiera una en donde un personaje (ni siquiera el personaje principal, uno
cualquiera) reme. Recuerdo en cambio un film, Backwards, de Ben Hickernell, y
un videoclip de la boy band británica Take That. No hay mucho más.
Pero sí conozco un poema. Es de Henri Michaux, y siempre me
resultó similar a otro, de Oliverio Girondo. El de Girondo es anterior, de
1932. No tiene título, pero cuando alguien tiene que referirse a él habla de
las Maldiciones. El poema es, en efecto, una sucesión de maldiciones de variada
especie: “Que los ruidos te perforen los dientes,/ como una lima de dentista,/
y la memoria se te llene de herrumbre,/ de olores descompuestos y de palabras
rotas./ Que te crezca, en cada uno de los poros,/ una pata de araña;/ que sólo
puedas alimentarte de barajas usadas/ y que el sueño te reduzca, como una
aplanadora,/ al espesor de tu retrato.” El poema sigue así, en un in crescendo
demencial, hasta la apoteosis: “Que tu único entretenimiento consista en
instalarte/ en la sala de espera de los dentistas,/ disfrazado de cocodrilo,/ y
que te enamores, tan locamente,/ de una caja de hierro,/ que no puedas dejar,
ni por un solo instante,/ de lamerle la cerradura.”
La efectividad del poema tal vez radique en el hecho de que
es muy difícil que en algún momento del día o de la semana, quien lo conoce de
memoria no le dedique algunos breves instantes a rememorar algunos versos para
dirigírselos a alguien que se los tiene merecidos.
Más trágico es Yo remo, de Michaux, escrito en 1949. Aquí
también hay algo, un odio ancestral que crece: “Tu boca te muerde/ Tus uñas te
arañan/ Ya no es tuya tu mujer/ Ya no es tuyo tu hermano/ Una serpiente furiosa
le ha mordido la planta del pie/ Han mancillado tu progenitura/ Han mancillado
la risa de tu niñita/ Han mancillado al pasar el rostro de tu morada”. Hasta
llegar al momento aludido, en el que el remero entra en acción (aunque no es un
remero propiamente dicho, sino un remero alegórico, que avanza
contracorriente): “Yo remo/ Remo/ Remo contra tu vida/ Yo remo/ me multiplico
en remeros innumerables/ Para remar más fuertemente contra ti”.
Siempre, en algún
momento del día, rememoro algunos versos para dirigírselos a alguien que se los
tiene merecidos.
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