Por Fernando Savater |
“YA SÉ QUE HAY BRIBONES POR PRINCIPIO ASÍ COMO POR PRÁCTICA, QUE PIENSAN
QUE TODA HONRADEZ Y TODA RELIGIÓN SON PURO ENGAÑO, Y QUE HAN DECIDIDO HACER
CUANTO LES PERMITA LA FUERZA O LA ASTUCIA EN SU PROPIO BENEFICIO”
SHAFTESBURY, ‘SENSUS COMMUNIS’
Cuenta el padre
Feijóo (y a mí me lo transmite mi amigo César Pérez Gracia) que, cuando Tomás Moro era canciller de Inglaterra, un
acaudalado ciudadano le llevó a casa dos magníficas jarras de plata
maciza con la intención de sobornarle. Moro hizo que se las
devolvieran llenas de un exquisito vino de su bodega, junto con un amable
mensaje en que decía que, cuando se lo bebiera, volviese a traérselas para
surtirle de nuevo, porque ya podía comprobar que su Borgoña merecía la pena…
La anécdota no sólo
demuestra que el santo varón unía a la firmeza de la virtud la sutileza de la
ironía (lo cual no sorprenderá a los lectores de Utopía), sino también que los intentos de corromper a los
cargos públicos no son una novedad de nuestro tiempo. Porque es evidente que
tampoco entonces los cancilleres respondían con tanta rectitud a las
tentaciones: por ejemplo el gran Francis Bacon, en un caso semejante, parece
que se portó peor…
La corrupción consiste en aprovechar la preeminencia social que
otorga un cargo público en beneficio propio —personal o
partidista— en lugar de en servicio de la comunidad. Y no parece exagerado
decir que ese desvío es tan antiguo como la existencia misma de jerarquías y
privilegios en las agrupaciones humanas (de las sociedades de abejas y hormigas
no digo nada, pero quizá examinadas muy de cerca —es decir, individuo por
individuo, si es que podemos hablar así— puedan darnos alguna sorpresa).
Un testimonio tan
antiguo como ambiguo de prácticas corruptas lo encontramos en el evangelio de
san Lucas (16: 1-15), donde Jesús cuenta a un público formado por sus
discípulos y también algunos fariseos la parábola del mayordomo infiel. Este
sujeto, sabiendo que su amo iba a despedirle por algunas fechorías, se apresura
a ponerse en contacto con varios deudores y a rebajarles fraudulentamente la
cuenta de lo que debían al amo. Así se garantizaba su benevolencia para cuando
perdiese el trabajo. Lo curioso es que esta astucia le gana la admiración del
propio amo y también al parecer la de Cristo: “Y yo os digo: ganad amigos por
medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas os falten os reciban en
las moradas eternas”. Porque resulta que “los hijos de este siglo son más
sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de la luz”.
Los expertos
interpretan de maneras un tanto retorcidas esta lección tan chocante pero para
mí, y sin querer ser irreverente, Jesucristo no tuvo su mejor día. Es disculpable,
porque en estos tejemanejes contables no hay Dios que se aclare.
Los autores
clásicos de sátiras, como Juvenal y Horacio, analizaron críticamente la extensión de la corrupción en la sociedad romana. En
particular Juvenal señala un aspecto que hoy nos interesa especialmente: la
falta de sentido de lo común, del bien público, “entre aquellos a los que la
fortuna favorece en más alto grado”. Es decir, quienes por obtener más beneficios
de las convenciones y principios sociales deberían ser sus más celosos
guardianes.
Si los que más
provecho sacan del pacto de confianza mutua en que se basa nuestra convivencia
son los más dispuestos a traicionarlo…, ¿qué podremos pedir a quienes cargan
con la parte más gravosa de esas obligaciones? Por eso santo Tomás, lector de
Séneca, estableció que corruptio optimi pessima, lo peor de todo es que se corrompan los mejores, los más
destacados.
A partir de esas
consideraciones, el conde de Shaftesbury comenta con noble generosidad la
necesidad de conservar un sentido de lo común que nos preserve de ese exceso de
individualismo egoísta que evidentemente debía ser tan frecuente entre las
clases altas en su época como en la nuestra… o en la de Juvenal. Shaftesbury
apela al amor propio bien entendido para rechazar las bajas tentaciones
corruptoras: “Quien desee gozar de libertad de mente y ser auténtico poseedor
de sí mismo debe sobreponerse al pensamiento de rebajarse y no aceptar
vilezas”.
Hay quien lo quiere
todo, aunque en ese “todo” quepan deseos contradictorios: pretende tener
arrojo, decencia, rectitud de carácter, el respeto merecido de los demás… y además carecer de escrúpulos a la hora de obrar en los negocios
públicos. Es como esos niños ávidos por comerse el pastel pero que
reclaman a la vez poder conservarlo. A Shaftesbury le parece mala señal que
algunos pidan razones para portarse honradamente cuando están en posición de
abusar. “Y ¿qué gano yo obrando rectamente?”, preguntan (Wittgenstein decía que
a cada “debes hacer esto o lo otro” de la moral siempre se puede reaccionar con
un “¿y qué pasará si no lo hago”?).
“A los hombres que
empiezan a meditar sobre la falta de honradez”, escribe Shaftesbury, “descubren
que no les repugna y preguntan con maña por qué tendrían que resistirse a ser
deshonrados si ello les supusiera una hermosa suma, habría que decirles lo
mismo que a los niños: que no pueden comerse el pastel y conservarlo” (en Carta sobre el entusiasmo & Sensus Communis, editorial
Acantilado, en excelente traducción de Eduardo Gil Bera). No es nada seguro que
esta reprimenda baste para frenar los impulsos torcidos de almas menos limpias
que las del admirable conde…
Las motivaciones de
los corruptos para legitimar a sus propios ojos las fechorías que cometen deben
abarcar un amplio registro. En primer lugar, desde luego, van aquellos para
quienes aprovecharse de todo lo que les lucra, por poco que sea, es casi una
ley moral, como las de Kant pero al revés. Luego están los que creen que
prestan servicios tan destacados a la comunidad que se lo merecen todo y
más: estoy convencido de que en la banda de los Pujol, sobre
todo en la rama matriarcal, prevalece ese sentimiento de “¿qué sería Cataluña
sin nosotros? Sólo cogemos lo que nos corresponde…”. Y hay otros que han nacido
para el embrollo y la tropelía, para los que la deslealtad es un mórbido placer
aunque arriesguen más de lo que pueden obtener: en una palabra, que “pagarían por
venderse”, como dijo Flaubert.
Por supuesto muchos
de los más críticos con la corrupción no se indignan por integridad, sino por
deshonestidad contrariada: no perdonan a los corruptos haberse aprovechado de
una ocasión que a ellos no se les ha ofrecido. Entre los que van a la puerta de
los tribunales a chillar contra los encausados hay algunos personalmente
perjudicados, sin duda, pero creo que la mayoría van como maletillas olvidados,
a pedir una oportunidad…
La batalla contra
la corrupción, que nunca puede ser ganada del todo como demuestra la historia,
no es propiamente un proyecto político sino una medida higiénica para favorecer
los que se emprenden. Como los lazos amistosos o familiares dentro de cada
grupo institucional, ideológico o religioso falsean el autocontrol por
bienintencionado que sea, hace falta una instancia independiente y exterior con amplios
poderes y suficientes medios para ejercer su vigilancia. Pero sobre
todo se necesita un verdadero compromiso de los ciudadanos contra esa lacra, no
ocasionales rabietas frente a tal o cual abuso.
Me parece
sorprendente que haya quien abomine de la política, que es necesaria, por culpa
de los corruptos, pero que nadie pierda por ese motivo la afición al fútbol,
a pesar de que está cien veces más corrupto que la política y no pasa de ser un
mero entretenimiento…
Pío Baroja, que
tenía sobre este tema una opinión tan ácida como sobre los demás (decía que la
única diferencia entre conservadores y liberales es que los primeros se
llevaban mucho de una vez y los otros poco de muchas…), cuenta en Juventud,
egolatría esta anécdota: en su vejez, nombraron a don José de Echegaray
ministro de Hacienda. Ante un periodista que fue a entrevistarle, reconoció que
no tenía ni idea de lo que debía hacer. Al final del encuentro, el periodista
se despidió de él diciendo que se cuidase, porque el edificio era muy fresco. Y
Echegaray contestó: “Para fresco, yo”.
© El País (España)
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