Por Jorge Fernández Díaz |
Un reaccionario es un sonámbulo que retrocede, decía
Roosevelt. Tampoco el venerable Diccionario de la Real Academia respeta los
clichés ideológicos: reaccionario es quien se opone a cualquier innovación. Así
de simple. La Argentina, acechada por la robótica y por la revolución de la
tecnología, y también por una serie infinita de mutaciones globales, es hoy una
vasta llanura de sonambulismo retrógrado.
El siglo XXI ha terminado de quebrar
las añejas convenciones, y entonces donde estaba la derecha se ubica la
izquierda: los dinámicos progresistas se han transformado en aterrados
conservadores. Adolescentes de colegios secundarios no buscan subirse a las flamantes
reformas y aun extremarlas; sólo aspiran a detenerlas para que todo siga igual.
Lo hacen con el apoyo de padres presuntamente progres que sostienen el statu
quo, resisten con vehemencia la recuperación de la escuela pública e impiden su
conexión con el mundo real, algo que constituiría una vacuna contra el futuro
desempleo de sus propios vástagos. Padres y alumnos se piensan a sí mismos como
rebeldes izquierdosos en una batalla abnegada, pero practican ese triste
conservadurismo de facción que lesiona todos y cada uno de los valores que
dicen resguardar.
Los nuevos reaccionarios no están únicamente en las
escuelas, aunque todos cuentan con la misma cobertura dialéctica: parece que a
los argentinos nos fue genial durante estas décadas y ahora los nuevos bárbaros
("los neoliberales, los republicanos, los gorilas") vienen a
quitarnos el paraíso. En verdad, como la mayoría sabe o intuye, ésta es una
nación en picada donde lo único que se ha fabricado con éxito es el fracaso. Un
país que necesita con urgencia y desesperación ser eficiente y competitivo para
que no se lo coman los albatros, y donde circula la peregrina idea de que la
eficiencia y la competitividad son precisamente los instrumentos de dominación
del imperialismo. La estupidez también es un derecho inalienable.
No estamos hablando exclusivamente de la mentalidad argenta
y subdesarrollada de cierta pequeña burguesía, sino de algo mucho más grande y
específico: caciques que se enriquecieron con el viejo régimen endogámico, y
que permanecen metidos en sus caparazones corporativos, en sus quioscos de
viveza, en sus mafias de sector, en su confort de mediocridad. Burócratas,
sindicalistas, empresarios. Todos y cada uno de ellos sienten que la modernidad
amenaza sus negocios y su estilo de vida, y en algunos casos, también su
libertad ambulatoria. Generan entonces, a modo de contragolpe, una gramática
alarmista y emancipadora, aunque nunca se trate ni remotamente de la Patria,
sino de mantener a salvo los cargos y los curros. Sindicatos con afiliados
pobres que "sponsorean" equipos de fútbol y despliegan múltiples y
sospechosas inversiones millonarias; gremialistas que rechazan más trabajo y
más afiliados porque eso desafía su poder de estatuto; contratistas
escandalizados porque ahora pierden licitaciones; compañías eternamente
minusválidas que viven de prebendas; empresarios oligopólicos que fijan en
hoteles de lujo, entre tres y con un daikiri, el aumento de los precios. Y una
alta burocracia pública acostumbrada a cientos de prerrogativas y estraperlos,
resistiendo con uñas y dientes y discursos altruistas las innovaciones que los
obligarían a la pericia y a la transparencia. Estos muchachos forman la poco
estudiada "oligarquía estatal", casta que es producto de años durante
los cuales el Estado fue la única industria floreciente de la Argentina y, en
consecuencia, el verdadero botín de todos los piratas. Estos filibusteros son
profundamente conservadores porque tienen mucho que conservar, y estuvieron
midiendo durante estos veinte meses cuánto faltaba para que los intrusos del
Excel se tomaran el buque o el helicóptero: cuanto más infieran que octubre
prorrogará el tiempo de la nueva gestión, más violentos se pondrán estos
conmovedores progresistas de la primera hora.
La administración pública es un escenario donde se
patentizan todas nuestras endemias. Existen allí valiosos funcionarios de
carrera y agentes diligentes y voluntariosos, pero también taras, esperpentos y
resistencias innobles. María Eugenia Vidal, a poco de asumir, descubrió que
2000 médicos dependían del Servicio Penitenciario Bonaerense y no trabajaban
nunca. Cuando les impuso que tomaran sus tareas, 400 de ellos renunciaron
porque tenían otros empleos y no contaban con el tiempo ni con la voluntad para
realizar la labor por la que cobraban desde hacía años.
Un sondeo amplio y anónimo realizado el año pasado en
distintas áreas de la administración central reveló que muchísimos empleados no
se consideran "servidores públicos" (les parece un concepto
denigrante) y rechazan la idea de que los ciudadanos que les pagamos el sueldo
somos sus clientes y nos deben atenciones; consideran además que deben estar
exentos de cualquier evaluación de desempeño: más bien piensan que ese concepto
es privativo de las corporaciones, una herejía insultante. En otros países, el
Estado es una organización afiatada y profesional, con una dirección sumamente
coordinada y planes de carrera por objetivos. Aquí es una agencia de
colocaciones y, en algunos casos, un reservorio de la mala política:
activistas, aliados y ñoquis. Cuando los nuevos funcionarios revisaron las
cuentas, descubrieron que había "11.000 celulares que no eran de
nadie" (sic) y 2000 que pertenecían a familiares y amigos de políticos y
directores; todos los pagaba el Tesoro nacional, es decir: los contribuyentes.
Al estilo kafkiano, en algunas oficinas encontraron grupos de hasta ocho
personas cuya única obligación diaria consistía en "ver Internet": no
debían realizar informes ni hacer nada más que webear seis horas cada día para
recibir a fin de mes su robusto salario. Esto no sería posible sin la
connivencia ideológica de los delegados gremiales ni la protección de una
fuerza política que venía a fortalecer el rol del Estado y que,
paradójicamente, lo fundió y lo degradó hasta límites alarmantes. Los
conservadores estatales disfrazados de progresistas irredentos sólo querían la
tecnología para su comodidad. Pero resulta que la digitalización y las redes
sociales terminaron con muchos secretismos y cajoneos rentados, y también
expusieron la negligencia de los agentes públicos. No hay nada que hacerle: el
neoliberalismo es impiadoso.
La idea de que Cambiemos quiere destruir el Estado es
refutada por el historiador Luis Alberto Romero. Macri, un obsesivo de la obra
pública, es estatista y viene a construir las capacidades esenciales del
aparato estatal y a entrenar su musculatura, afirma Romero, rompiendo la
simplificación binaria según la cual si no sos neoliberal sos populista, y
viceversa. Ese Estado innovador y fortalecido necesita proteger a los que no
pueden, convencer a los que no quieren, potenciar a los que saben y premiar a
los que intentan. Ser reformistas en este nuevo mundo implica, para una nación
atrasada que nunca practicó la democracia republicana ni el capitalismo serio,
desoír muchas críticas que los intelectuales europeos se hacen a sí mismos,
puesto que ellos descuentan las ventajas del ring y se concentran sólo en sus
perjuicios, mientras nosotros estamos arañando para ver si podremos subirnos
alguna vez a la lona. "Aquellos que no pueden cambiar su mente no pueden
cambiar nada", decía Shaw. No son progres que reman el progreso, sino
sonámbulos que retroceden. Reaccionarios.
0 comments :
Publicar un comentario