Por James Neilson |
No es fácil tomar en serio a Kim Jong-un, el joven dictador
de un país paupérrimo que colecciona armas nucleares como si fueran juguetes,
que despedazó con un cañón antiaéreo a un ministro que se había permitido
dormitar durante un desfile militar y que difunde videos en que la Casa Blanca
se desintegra bajo una lluvia de misiles flamígeros.
Pero Kim no es un
personaje creado por Hollywood para dar batalla a Batman, Superman, James Bond
o cualquier otro héroe imaginario. Es bien real y, a menos que los líderes de
lo que los optimistas llaman la “comunidad internacional” consigan
disciplinarlo, en cualquier momento podría provocar una catástrofe
apocalíptica.
¿Lo entienden el ruso Vladimir Putin, su homólogo chino Xi
Jinping y docenas de otros potentados que, con regodeo indisimulado, están
mofándose de los esfuerzos de Donald Trump por privarlo del arsenal nuclear que
está acumulando con el propósito declarado de hacer de Estados Unidos un mar de
fuego? Parecería que no. Es como si tales personajes hubieran llegado a la
conclusión de que la amenaza planteada por el joven rechoncho –el que, entre
otras cosas, suele liquidar a miembros de su propia familia, como su hermano
que en febrero murió asesinado en un aeropuerto de Malasia–, es fruto de nada
más que la agresividad irresponsable del narcisista norteamericano y que, si
apostara al “diálogo”, no le sería del todo difícil alcanzar un acuerdo
mutuamente satisfactorio.
Por desgracia, todo hace pensar que el asunto no es tan
sencillo como muchos quisieran creer. A Kim no le importan ni los gestos de buena
voluntad ni las reacciones desafiantes. El mundo en que vive es binario: por un
lado están él, por el otro el resto del género humano. En su caso particular,
un “diálogo” sólo serviría para darle más tiempo en que prepararse para la gran
ofensiva contra sus enemigos principales, comenzando con Estados Unidos.
Sería reconfortante suponer que lo único que quiere Kim es
obligar a los demás a rendirle homenaje y reconocer que merece un lugar
destacado en el Olimpo internacional. Si fuera cuestión de un régimen menos
siniestro que el suyo, tal aspiración podría considerarse aceptable; al fin y
al cabo, son muchas las dictaduras, entre ellas la nominalmente comunista de
China y la monárquica de Arabia Saudita, que se ven tratadas como integrantes
respetables del establishment planetario, pero sucede que la tiranía de la
dinastía Kim es aún menos previsible que aquella de los ayatolás iraníes y
otras que esporádicamente adquieren notoriedad por su salvajismo.
Aunque es habitual calificar el régimen norcoreano de
estalinista porque emplea métodos represivos que son similares a los
perfeccionados por el genocida georgiano, también tiene mucho en común con el
de Hitler. Es el más racista del mundo. Si una norcoreana llega embarazada
después de ser expulsada de China, la obligan a abortar para impedir que
ensucie con genes impuros “la raza más limpia”. Para más señas, a los
propagandistas norcoreanos les parece natural tildar de “mono” a Barack Obama;
nunca han ocultado el desprecio que sienten por los negros.
Al Trump instintivamente aislacionista y a la mayoría de sus
compatriotas no les gusta para nada sentirse constreñidos a desempeñar el papel
ingrato y sumamente costoso de gendarme internacional, pero son conscientes de
que no les queda más opción que la de oponerse a los intentos de aprovechar la
debilidad, más moral que física, del país que sigue siendo la superpotencia
reinante. Es por tal motivo que Trump ha dejado de hablar de lo anacrónica que
en su opinión es la OTAN y lo bueno que sería que los afganos, iraquíes y otros
se encargaran de sus propios asuntos.
Con todo, en la actualidad los desafíos supuestos por países
que, sin la molesta ayuda norteamericana, podrían convertirse muy pronto en
reductos yihadistas son menos urgentes que el norcoreano, por tratarse de un
enemigo que, siempre y cuando no lo frenan a tiempo, pronto estará en
condiciones de incinerar ciudades como Nueva York, Chicago y San Francisco y
que, a juzgar por la retórica furibunda de sus líderes, sería plenamente capaz
de hacerlo. Es más: puede que el temor a brindar la impresión de sentirse
intimidados por Trump los tiente a disparar más misiles sobre los cielos de
aliados de Estados Unidos, como el Japón, y continuar detonando más bombas
nucleares.
A diferencia de otros estados paria como el Irak de Saddam
Hussein y la Libia de Moammar Khaddafy, Corea del Norte puede aprovechar la
proximidad de un vecino rico que le sirve de rehén. Sin tener que emplear armas
nucleares, podría matar en un lapso muy breve a miles, acaso millones, de surcoreanos
que viven a escasos kilómetros de la frontera. Se supone que, de reanudarse la
guerra en la península dividida luego de una tregua precaria de más de sesenta
años, el poderío norteamericano, combinado con el surcoreano, sería más que
suficiente como para aplastar a Corea del Norte, pero nadie ignora que el costo
en vidas humanas sería astronómico.
La triste verdad es que todas las opciones son malas.
Resignarse a que Kim se pertreche de bombas de hidrógeno y los misiles
necesarios para llevarlos a Estados Unidos, Europa, Rusia, Japón o China
entrañaría muchos riesgos. Sorprendería que tuvieran las consecuencias deseadas
más sanciones económicas, como las que acaba de anunciar el Consejo de
Seguridad de la ONU; antes bien, podrían estimular a los norcoreanos a adoptar
actitudes todavía más beligerantes. Por lo demás, para que funcionara la
política de estrangulación lenta favorecida por los miembros del Consejo, sería
preciso que China colaborara, pero el régimen de Xi Jinping siempre ha sido
reacio a tomar medidas que a su juicio de sus estrategas podría llevar al
colapso de su presunto aliado.
Puesto que la raquítica economía de Corea del Norte depende
casi por completo de China, su vecino gigantesco es el único país que posee la
capacidad para incidir en su evolución con medios pacíficos. Será por tal razón
que Trump insiste, con palabras más belicosas que las empleadas por sus
antecesores en la Casa Blanca cuando decían lo mismo, que en circunstancias
determinadas Estados Unidos estaría dispuesto a aprovechar su inmenso poder
militar. Espera que China abandone la ambigüedad que durante décadas la ha caracterizadopara
dejar saber a Kim que ya ha cruzado demasiadas líneas rojas y ha llegado la
hora de que se tranquilizase, pero aunque es evidente que Xi Jinping está harto
de tener que soportar las extravagancias brutales del joven adicto a los
videojuegos y al manga japonés, todavía vacila en llamarlo al orden.
A China no le convendría una implosión porque, de hundirse
la dinastía Kim, Corea del Sur podría terminar anexando a su disfuncional
hermano norteño. Los chinos temen que, andando el tiempo, tal desenlace
significaría tener que convivir con una vigorosa potencia mediana, equiparable
al Japón, que tendría vínculos estrechos con Estados Unidos. Tampoco les
entusiasma la perspectiva de que su país se viera inundado por millones de
refugiados norcoreanos hambrientos, si bien entenderán que tal eventualidad
sería preferible a la destrucción y contaminación que ocasionaría una guerra
atómica dentro de lo que toma por su propia esfera de influencia.
Por su parte, los surcoreanos no quieren que la sociedad próspera
que han sabido construir se vea forzada a dar la bienvenida a hordas de
famélicos procedentes de un estado totalitario en que rigen valores que son muy
distintos de los suyos. Dicen estar convencidos de que las diferencias, tanto
culturales como materiales, entre el Sur y el Norte de su país se han hecho
decididamente mayores que las que separaban a los alemanes de la DDR
sovietizada de los de la Alemania Federal occidental y capitalista.
Por ser tan atroces las otras alternativas, está ganando terreno
la idea de que lo menos malo sería que el mundo se habituara a la existencia de
un “reino ermitaño” nuclear de costumbres tan exóticas que a menudo parecen
incomprensibles, para entonces rezar para que el poder seductivo de un mundo
cada vez más globalizado logre superar las barreras erigidas por los Kim y sus
secuaces para mantenerlo a raya. Aunque dicha política supondría abandonar a
una suerte terrible a 25 millones de personas, víctimas de una dictadura cuya
crueldad es comparable con la del Estado Islámico, sería una versión de la
vigente desde hace muchos años que al menos ha servido para prolongar la paz en
Asia oriental.
Así y todo, la pasividad frente a Corea del Norte acarrearía
una desventaja: estimularía la proliferación nuclear. Lejos de resistirse a
compartir sus logros nucleares y balísticos con otros “estados canalla”, a
través de los años los norcoreanos se han manifestado más que dispuestos a
colaborar, a cambio de dinero, con los iraníes, yihadistas de otras ramas del
islam e incluso organizaciones criminales. Por un rato, una decisión colectiva
de no hacer nada podría ahorrarle al mundo una pesadilla, pero sería a costa de
permitir que surjan otras, tal vez muchas otras, en los meses y años venideros.
Si bien desde 1945 las armas nucleares han permanecido en manos de personas que
han preferido la vida a la muerte, no hay garantía alguna de que, tarde o
temprano, no las consigan sujetos capaces de inmolarse para cumplir un rol
protagónico en alguno que otro gran drama cósmico.
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