D.H. Lawrence, uno de los escritores más castigados por la indiferencia editorial. |
Por Christian
Kupchik
El hombre entrega el sobre y por unos minutos se
siente extraño: no sabe bien cómo enfrentar la espera. La nada y la eternidad
se conjugan en ese segundo en que el escritor se despoja de un original por vez
primera. Revisó una y otra vez la historia, y por lo general se despide de ella
convencido de que su obra cambiará la historia de la literatura universal.
Por eso, una respuesta negativa de la editorial es
recibida como un eco del apocalipsis. Por lo general, la primera reacción pasa
por menospreciar el criterio de los editores y luego una sombra de duda
sobrevuela el cielo de la autoestima del creador, en ocasiones, incluso, con
consecuencias trágicas. Aunque no en todos los casos, con demasiada frecuencia
la historia se encargó de demostrar que los escritores pueden llegar a tener
razón: los editores no son infalibles. Es más, algunos consiguieron cierta fama
más por sus desastrosos criterios a la hora de juzgar que por sus supuestos
aciertos.
Los motivos para rechazar un libro pueden ser
múltiples, desde comerciales hasta ideológicos, abarcando un abanico amplio de
razones de la que ni siquiera escapa cierta caprichosa arbitrariedad (la cara
de un autor, un estilo, los designios de la moda literaria del momento). Ya en
pleno siglo XVIII es posible detectar algunos célebres rechazos, aún cuando la
edición estaba lejos de la industria actual. No obstante, una larga lista de
nombres que conocerían la recompensa de la posteridad, en su momento se vio en
el trance de sufrir un rechazo formal y cortés. Entre los más destacables en
sufrir la afrenta figuran, entre otros, Dostoievski, Nietzsche, Pound, Gertrude
Stein, Pasternak, Bataille, Anaïs Nin, Proust, Passolini y siguen las firmas.
La ceguera francesa
Uno de los pilares de la poesía moderna, L’après
midi d’une faune, de Stephane Mallarmé, fue rechazado en 1876 por la
revista Parnasse debido a la obstinación de Anatole France, pese a que el texto
había sido solicitado por la publicación. Con el tiempo, el autor de La
isla de los pingüinos habría de pagar su desafortunada decisión.
Cuando Paul Valéry, que siempre consideró la obra de Mallarmé como el máximo
modelo de ideal estético, en 1924 fue invitado a formar parte de la Academia
Francesa debido a la muerte de France, en su discurso evitó por todos los
medios nombrar a su antecesor. De esta forma, se produjo por aquel lejano
rechazo una particular vendetta que involucraba a dos personajes desde el más
allá: el fallecido Mallarmé se vengó del también difunto France a través del
silencio censor de Valéry.
Una década antes, otro singular personaje de la
vida cultural gala debió enfrentar la ofensa de un doble rechazo literario:
nada menos que Marcel Proust. Sin duda, la navidad de 1912 debe haber sido la
peor que le haya tocado vivir al frágil Marcel. El 23 y 24 de diciembre recibió
dos cartas en que se le comunicaba la negativa a publicar el libro presentado
como Le temps perdu y que se conocería más tarde bajo el
título de Du côtè de chez Swann. La primer misiva era de
Pasquel, el mayor editor comercial de la época, en tanto la segunda
correspondía a la Nouvelle Revue Française (NRF), revista que marcó la
literatura de principios de siglo bajo la dirección de Gaston Gallimard y André
Gide. A pesar de la amarga desilusión, Proust no se dio por vencido y envió el
manuscrito a Alfred Humblot, jefe literario del prestigioso editor Ollendorf,
responsable de haber publicado a Maupassant y Romain Rolland. Pero Humblot
contestó con otra carta que no evitaba la abierta humillación. Uno de sus
párrafos decía: “Mi querido amigo, tal vez debo estar muerto del cuello para
arriba, pero por más que me devano los sesos no acierto a ver por qué alguien
necesita treinta páginas para describir cuántas vueltas da Ud. en la cama antes
de dormir”.
Ni siquiera esta frase alcanzó para vencer la
voluntad de Proust. Finalmente, logró publicar su obra en noviembre de 1913:
una edición de 1500 ejemplares editados por la firma Grasset. Claro que el
logro sólo fue parcial, ya que Proust se vio obligado a pagar la edición. No
obstante, tuvo revancha. El éxito de su libro superó todo lo esperado al agotar
la edición casi de inmediato y debiendo imprimir mil ejemplares más (ahora a
costa de la editorial). Incluso Proust tuvo motivos para una celebración extra:
la NRF reconoció su error a través de una reseña positiva publicada en sus
páginas.
El dolor de ser… cerdo
En una carta del 19 de diciembre de 1919, James
Joyce escribe al editor italiano Carlo Linati que Retrato del artista
adolescente conoció el rechazo de casi todos los editores británicos.
El mismo año, los austríacos se divertían con el original del Tractatus de
Ludwig Wittgenstein alegando que no se entendía una sola palabra. Entre quienes
no llegaron a comprender el alcance que tendría la obra en el futuro se
incluían los editores de Jahoda & Siege, la casa más importante de Viena
que, entre otras firmas famosas, tenía en su catálogo a Karl Krauss.
Wittgenstein vio finalmente publicado su libro en un anuario de 1922 (curioso
anuario, por lo demás) por la firma inglesa Routledge gracias a la intervención
de Bertrand Russell, quien se vio obligado a escribir un prólogo introductorio.
Uno de los escritores más castigados por la
indiferencia editorial fue D. H. Lawrence. El único libro que no fue rechazado
fue su primera novela, La serpiente emplumada, publicada por
Heinemann en 1911. Dos años después, la misma firma se negaría a imprimir tanto El
infractorcomo Hijos y amantes. Así comenzó la fantástica
historia de Lawrence como “escritor maldito”, fama que se prolongó hasta el
final de su carrera con una interminable sucesión de problemas con editores y
entes censores. El amante de Lady Chatterley fue impresa en
forma privada en Florencia durante 1928. Poco después aparecería en diversas
ciudades europeas bajo la forma de ediciones piratas. En 1932 Heinemann accedió
a publicar una versión adaptada de la obra, que no contó con el consentimiento
del autor. Las primeras versiones completas en inglés recién aparecerían por
Penguin en Gran Bretaña, EEUU y Canadá entre 1959 y 1960. En los tres países
trajo aparejado una gran cantidad de juicios por inmoralidad.
George Orwell tuvo el honor de ser despreciado por
el gran T.S. Eliot, quien era el responsable de la casa Faber & Faber.
Eliot consideró que de Rebelión en la granja sólo se podía
esperar un absoluto fracaso en su intento de “criticar la actual situación
política”. El mismo título fue desairado por varios editores norteamericanos
que entendían que la novela no sería tan provocadora si los personajes
centrales fueran humanos y no cerdos.
Otro caso notable a la hora de sumar desprecios fue
el de Samuel Beckett. Murphy (1932) consiguió reunir la meritoria
cifra de 42 rechazos antes de ver la luz por Routledge en 1938. Se tiraron 1500
ejemplares que demoraron una década en agotarse.
La poderosa Einaudi cometió un grueso error al
refutar Aquí hay un hombre, de Primo Levi, que acabó siendo
publicada en De Silva, un pequeño sello de Turín. Pronto se convirtió en un
resonante éxito internacional. Lo extraño es que la responsable de aplicar el
veto fue Natalia Ginzburg, cercana a la temática de la obra. Pero no sería el
único error de Einaudi: también se desentendió de El Gatopardo, de
Tomasso di Lampedusa (previamente rechazado por Mondadori) y Doctor
Zhivago, de Boris Pasternak. Ambos libros fueron publicados en 1957 y ’58
por Feltrinelli, con un éxito tan rotundo que salvó al sello de una quiebra
casi segura. Quien impidió la publicación de la primera fue Elio Vittorini, no
sólo uno de los prosistas más prestigiosos de la posguerra sino también paisano
de Lampedusa: los dos provenían del mismo pueblo siciliano.
Schopenhauer, una infinita lista de poetas que
podría comenzar con Hölderlin, y contemporáneos como Malcolm Lowry, García
Márquez o Roberto Bolaño, se suman al ejército de autores que sufrieron el
desprecio de un rechazo (Cien años de soledad es un caso testigo:
la publicó en Buenos Aires luego de que el editor Carlos Barral la rechazara).
En sus casos se puede advertir algunas variables de finales felices, pero otros
fueron más trágicos. El más conocido es el de John Kennedy Toole, quien durante
siete años intentó sin suerte que alguna editorial accediera dar a luz su
novela La conjura de los necios. En 1969, la respuesta
definitiva llegó de Simon & Shuster: “Su libro trata sobre nada”. Era
demasiado. Toole se dirigió al garaje de su casa, se encerró, encendió el motor
de su auto y terminó con su vida. La madre, sin poder superar la pérdida,
consiguió que la Louisiana University Press publicara la obra. El libro se
convirtió rápidamente en un éxito de ventas, Toole recibió un Pulitzer póstumo
que no podría disfrutar en este mundo y se convirtió en uno de los
norteamericanos más traducidos del siglo XX. No fue el único caso: también el
italiano Guido Morselli puso fin a sus días en 1973 abatido por el fracaso,
aunque su historia tiene otro aditamento. Dos días antes de su trágica
decisión, Adelphi había resuelto publicar su novela Roma sin Papa,
hoy objeto de culto. Morselli nunca llegó a enterarse de la decisión.
Nadie puede suponer que sólo dos letras, apenas un
NO rotundo y sencillo, fueran capaces de abrir las puertas a tanta tragedia.
El arte de errar
Christopher Cerf y Victor Navaski reunieron
en The experts speak (Los expertos hablan, 1984) un
compendio que reúne 1029 pronunciamientos equivocados sobre cuestiones de
política, historia, ciencia y literatura. Los autores afirman en su
introducción basarse en un sólido respaldo documental para cada una de las
citas y dedican 41 páginas a enumerar sus fuentes. En materia literaria se
pueden destacar las siguientes “visiones” de los especialistas:
Balzac
“Muestra tan poca imaginación en la invención, la
creación de personajes y la trama, así como en el trazado de la pasión. El
lugar de Balzac en la literatura francesa no será elevado ni considerable”.
Revue des Deux
Mondes, 1856
Baudelaire
“En un siglo las historias de la literatura
francesa sólo mencionarán Las flores del mal como una extravagante curiosidad”.
Emile Zola, 1867
Emily Brontë
“En Cumbres borrascosas todos los defectos de Jane
Eyre (de su hermana Charlotte) se ven multiplicados por mil. El único consuelo
que nos queda es que no será muy leída”.
North British
Review, 1849
Lewis Carroll
“Creemos que todo niño verdadero podrá sentirse más
desconcertado que fascinado por este relato árido y complicado”.
Children’s Books,
1865
Joseph Conrad
“Sería inútil pretender que estas novelas (Juventud
y El corazón de las tinieblas) puedan llegar a ser muy leídas”.
The Manchester
Guardian, 1902
Charles Dickens
“No creemos en la permanencia de la reputación (…)
Dentro de cincuenta años la mayoría de sus alusiones serán difíciles de
comprender, y nuestros hijos se preguntarán en qué pensaban sus mayores cuando
pusieron a Dickens a la cabeza de los novelistas de su época”.
The Saturday
Review, Londres, 1858
William Faulkner
(Sobre Absalon, Absalon) “… donde se
desinfla finalmente quien alguna vez fue considerado un talento considerable,
aunque menor”.
Cilfton Fadiman,
The New Yorker, 1936
Gustave Flaubert
“Monsieur Flaubert no es un escritor”.
Reseña de Madame
Bovary, en Le Figaro, 1857
D. H. Lawrence
“Mr. Lawrence tiene una mente enferma. Está
obsesionado con el sexo (…) y no dudamos que será desdeñado por todos, con
excepción de los corrillos más degenerados del mundo literario”.
Reseña de El amante
de Lady Chatterley, en John Bull, 1928
Thomas Mann
“La novela Los Bruddenbrooks consiste sólo en dos
tomos en los que el autor describe una historia insignificante de gente
insignificante en una charla insignificante”.
Eduard Engel,
crítico alemán, 1901
John Milton
“Su fama se ha dispersado como se apaga la vela con
un soplo. Su recuerdo apestará por siempre”.
William Wistanley,
1687
George Orwell
“1984 es y será un completo fracaso”.
Laurence Brander,
crítico inglés, 1954
Shakespeare
“Recuerdo que los actores mencionaban a menudo que
nunca tachó una línea de ningún texto suyo. Bien podría haberlo hecho, no una
sino un millar”.
Ben Jonson, 1640
Walt Whitman
“Whitman está tan desvinculado del arte como un
cerdo lo está de las matemáticas”.
The London Critic,
1855
© Eterna
Cadencia / Agensur.info
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