Por Arturo Pérez-Reverte |
No sé qué ocurrirá en Cataluña en octubre. Estaré de viaje,
con la dosis de vergüenza añadida de quien está en el extranjero y comprueba
que lo miran a uno con lástima, como súbdito de un país de fantoches,
surrealista hasta el disparate. Por eso, el mal rato que ese día voy a pasar
quiero agradecérselo a tres grupos de compatriotas, catalanes y no catalanes:
los oportunistas, los cobardes y los sinvergüenzas.
Hay un cuarto grupo que
incluye desde ingenuos manipulables a analfabetos de buena voluntad, pero voy a
dejarlos fuera porque esta página tiene capacidad de aforo limitada. Así que me
centraré en los otros. Los que harán posible que a mi edad, y con la mili que
llevo, un editor norteamericano, un amigo escritor francés, un periodista
cultural alemán, me acompañen en el sentimiento.
Cuando miro atrás sobre cómo hemos llegado a esto, a que una
democracia de cuarenta años en uno de los países con más larga historia en
Europa se vea en la que nos vemos, me llevan los diablos con la podredumbre
moral de una clase política capaz de prevaricar de todo, de demolerlo todo con
tal de mantenerse en el poder aunque sea con respiración asistida. De esa panda
de charlatanes, fanáticos, catetos y a veces ladrones –con corbata o sin ella–,
dueña de una España estupefacta, clientelar o cómplice. De una feria de pícaros
y cortabolsas que las nuevas formaciones políticas no regeneran, sino alientan.
El disparate catalán tiene como autor principal a esa clase
dirigente catalana de toda la vida, alta burguesía cuya arrogante ansia de
lucro e impunidad abrieron, de tanto forzarla, la caja de los truenos. Pero no
están solos. Por la tapa se coló el interés de los empresarios calladitos y
cómplices, así como esa demagogia estólida, facilona, oportunista, encarnada
por los Rufiancitos de turno, aliada para la ocasión con el fanatismo más
analfabeto, intransigente, agresivo e incontrolable. Y en esa pinza siniestra,
en ese ambiente de chantaje social facilitado por la dejación que el Estado
español ha hecho de sus obligaciones –cualquier acto de legítima autoridad
democrática se considera ya un acto fascista–, crece y se educa desde hace años
la sociedad joven de Cataluña, con efectos dramáticos en la actualidad y
devastadores, irreversibles, a corto y medio plazo. En esa fábrica de
desprecio, cuando no de odio visceral, a todo cuanto se relaciona con la
palabra España.
Pero ojo. Si esas responsabilidades corresponden a la
sociedad catalana, el resto de España es tan culpable como ella. Lo fueron
quienes, aun conscientes de dónde estaban los más peligrosos cánceres
históricos españoles, trocearon en diecisiete porciones competencias
fundamentales como educación y fuerzas de seguridad. Lo es esa izquierda que
permitió que la bandera y la palabra España pareciesen propiedad exclusiva de
la derecha, y lo es la derecha que no vaciló en arropar con tales símbolos sus
turbios negocios. Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción,
que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero,
e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a
quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos. Son culpables
los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad
en los libros de texto que forman generaciones para el futuro. Es responsable
la Real Academia Española, que para no meterse en problemas negó siempre su
amparo a los profesores, empresarios y padres de familia que acudían a ella
denunciando chantajes lingüísticos. Es responsable un país que permite a una
horda miserable silbar su himno nacional y a su rey. Son responsables los
periodistas y tertulianos que ahora despiertan indignados tras guardar prudente
cautela durante décadas, mientras a sus compañeros que pronosticaban lo que iba
a ocurrir –no era preciso ser futurólogo– los llamaban exagerados y alarmistas.
Porque no les quepa duda: culpables somos ustedes y yo, que
ahora exigimos sentido común a una sociedad civil catalana a la que dejamos
indefensa en manos de manipuladores, sinvergüenzas y delincuentes. Una sociedad
que, en buena parte, no ha tenido otra que agachar la cabeza y permitir que sus
hijos se mimeticen con el paisaje para sobrevivir. Unos españoles desvalidos a
quienes ahora exigimos, desde lejos, la heroicidad de que se mantengan firmes,
cuando hemos permitido que los aplasten y silencien. Por eso, pase lo que pase
en octubre, el daño es irreparable y el mal es colectivo, pues todos somos
culpables. Por estúpidos. Por indiferentes y por cobardes.
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