Un texto de José
Ingenieros
El hombre mediocre que se aventura en la liza social tiene
apetitos urgentes: el éxito. No sospecha que existe otra cosa, la gloria, ambicionada
solamente por los caracteres superiores. Aquél es un triunfo efímero, al
contado; ésta es definitiva, inmarcesible en los siglos. El uno se mendiga; la
otra se conquista.
Es despreciable todo cortesano de la mediocracia en que
vive; triunfa humillándose, reptando, a hurtadillas, en la sombra, disfrazado,
apuntalándose en la complicidad de innumerables similares. El hombre de mérito
se adelanta a su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando,
iluminando, fustigando, en plena luz, a cara des-cubierta, sin humillarse,
ajeno a todos los embozamientos del servilismo y de la intriga.
La popularidad tiene peligros. Cuando la multitud clava sus
ojos por vez primera en un hombre y le aplaude, la lucha empieza: desgraciado
quien se olvida de sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que poner
más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del aplauso
inmediato; la gloria es más difícil, pero más digna.
La vanidad empuja al hombre vulgar a perseguir un empleo
expectable en la administración del Estado, indignamente si es necesario; sabe
que su sombra lo necesita. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de
renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad. El
genio se mueve en su órbita propia, sin esperar sanciones ficticias de orden
político, académico o mundano; se revela por la perennidad de su irradiación,
como si fuera su vida un perpetuo amanecer.
El que flota en la atmósfera como una nube, sostenido por el
viento de la complicidad ajena, puede abocadar por la adulación lo que otros
deberían recibir por sus aptitudes; pero quien obtiene favores sin tener
méritos, debe temblar: fracasará después, cien veces, en cada cambio de viento.
Los nobles ingenios sólo confían en sí mismos, luchan, salvan los obstáculos,
se imponen. Sus caminos son propiamente suyos; mientras el mediocre se entrega
al error colectivo que le arrastra, el superior va contra él con energías
inagotables, hasta despejar su ruta.
Merecido o no, el éxito es el alcohol de los que combaten.
La primera vez embriaga; el espíritu se aviene a él insensiblemente; después se
convierte en imprescindible necesidad. El primero, grande o pequeño, es
perturbador. Se siente una indecisión extraña, un cosquilleo moral que deleita
y molesta al mismo tiempo, como la emoción del adolescente que se encuentra a
solas por vez primera con una mujer amada: emoción tierna y violenta, estimula
e inhibe a la vez, instiga y amilana.
Mirar de frente al éxito, equivale a asomarse a un
precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre. Es un abismo
irresistible, como una boca juvenil que invita al beso; pocos retroceden. Inmerecido,
es un castigo, un filtro que envenena la vanidad y hace infeliz para siempre;
el hombre superior, en cambio, acepta como simple anticipación de la gloria ese
pequeño tributo de la mediocridad, vasalla de sus méritos.
Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace
por un accidente inesperado, llega por senderos invisibles. Basta el simple elogio
de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la conquista
fácil de una hermosa mujer; todos se equivalen, embriagan lo mismo. Corriendo
el tiempo, tórnase imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único
difícil es iniciar la costumbre, como para todos los vicios. Después no se
puede vivir sin el tósigo vivificador y esa ansiedad atormenta la existencia
del que no tiene alas para ascender sin la ayuda de cómplices y de pilotos.
Para el hombre acomodaticio hay una certidumbre absoluta: sus éxitos son
ilusorios y fugaces, por humillante que le haya sido obtenerlos. Ignorando que
el árbol espiritual tiene frutos, se preocupa por cosechar la hojarasca; vive
de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias.
Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del
mérito; o por ninguna. Saben que en las mediocracias se suelen seguir otros
caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni sufren de un contraste más de
lo que gozan de un éxito; ambos son obra de los demás. La gloria depende de
ellos mimos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un
impuesto de admiración que se les paga en vida. Taine conoció en su juventud el
goce del maestro que ve concurrir a sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart
ha narrado las delicias del compositor cuyas melodías vuelven a los labios del
transeúnte que silba para darse valor al atravesar de noche una encrucijada
solitaria; Musset confiesa que fue una de sus grandes voluptuosidades oír sus
versos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que
escucha el aplauso frenético tributado por miles de hombres. El fenómeno es
común, sin ser nuevo. Julio César, al historiar sus campañas, trasunta la
ebriedad salvaje del que conquista pueblos y aniquila hordas; los biógrafos de
Beethoven narran su impresión profunda cuando se volvió a contemplar las
ovaciones que su sordera le impedía oír, al estrenar la Novena sinfonía;
Stendhal ha dicho, con su ática gracia original, las fruiciones del amador
afortunado que ve sucesivamente a sus pies, temblorosas de fiebre y ansiedad, a
cien mujeres.
El éxito es benéfico si es merecido; exalta la personalidad,
la estimula. Tiene otra virtud: destierra la envidia, ponzoña incurable en los espíritus
mediocres. Triunfar a tiempo, merecidamente, es el más favorable rocío para
cualquier germen de superioridad moral. El triunfo es un bálsamo de los sentimientos,
una lima eficaz contra las asperezas del carácter. El éxito es el mejor
lubricante del corazón; el fracaso es su más urticante corrosivo.
La popularidad o la fama suelen dar transitoriamente la
ilusión de la gloria. Son sus formas espurias y subalternas, extensas pero no
profundas, esplendorosas pero fugaces. Son más que el simple éxito, accesible
al común de los mortales; pero son menos que la gloria exclusivamente reservada
a los hombres superiores. Son oropel, piedra falsa, luz de artificio. Manifestaciones
directas del entusiasmo gregario y, por eso mismo, inferiores: aplauso de
multitud, con algo de frenesí inconsciente y comunicativo. La gloria de los pensadores,
filósofos y artistas que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es
lenta, pero estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude a solas.
En el teatro y en la asamblea la admiración es rápida y barata, aunque
ilusoria; los oyentes se sugestionan recíprocamente, suman su entusiasmo y
tallan en ovaciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer
el triunfo más cerca que Aristóteles o Spinoza; la intensidad, que es el
(éxito, este en razón inversa de la duración, que es la gloria. Tales aspectos
caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del actor o
de un estado accidental de la mentalidad colectiva. Amenguada la aptitud o
transpuesta la circunstancia, vuelven a la sombra y asisten en vida a sus
propios funerales.
Entonces pagan cara su notoriedad; vivir en perpetua
nostalgia es su martirio. Los hijos del éxito pasajero deberían morir al caer
en la orfandad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso vivir de los
recuerdos: frase absurda. Ello equivale a agonizar. Es la dicha del pintor
maniatado por la ceguera, del jugador que mira el tapete y no puede arriesgar
una sola ficha.
En la vida se es actor o público, timonel o galeote. Es tan
doloroso pasar del timón al remo, como salir del escenario para ocupar una
butaca, aunque ésta sea de primera fila. El que ha conocido el aplauso no sabe
resignarse a la oscuridad; ésa es la parte más cruel de toda preeminencia
fundada en el capricho ajeno o en aptitudes físicas transitorias. El público
oscila con la moda; el físico se gasta. La fama de un orador, de un esgrimista
o de un comediante, sólo dura lo que una juventud; la voz, las estocadas y los gestos
se acaban alguna vez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el
dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo feliz.
Para estos triunfadores accidentales, el instante en que se
disipa su error debería ser el último de la vida. Volver a la realidad es una
suprema tristeza. Preferible es que un Otelo excesivo mate de veras sobre el
tablado a una Desdémona próxima a envejecer, o desnucarse el acróbata en un
salto prodigioso, o rompérsele un aneurisma al orador mientras habla a cien mil
hombres que aplauden, o ser apuñalado un Don Juan por la amante más hermosa y
sensual. Ya que se mide la vida por sus horas de dicha convendría despedirse de
ella sonriendo, mirándola de frente, con dignidad, con la sensación de que se
ha merecido vivirla hasta el último instante. Toda ilusión que se desvanece
deja tras de sí una sombra indisipable. La fama y la celebridad no son la
gloria: nada más falaz que la sanción de los contemporáneos y de las
muchedumbres.
Compartiendo las ruinas y las debilidades de la mediocridad
ambiente, fácil es convertirse en arquetipos de la masa y ser prohombres entre
sus iguales, pero quien así culmina, muere con ellos. Los genios, los santos y
los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto
ideal: resultan prohombres en la historia. La integridad moral y la excelencia
de carácter son virtudes estériles en los ambientes rebajados, más asequibles a
los apetitos del doméstico que a las altiveces del digno: en ellos se incuba el
éxito falaz. La gloria nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado
en las ruinas de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a veces, aunque siempre
segura, suele ornar las frentes de cuantos miraron el porvenir y sirvieron a un
ideal, practicando aquel lema que fue la noble divisa de Rousseau: vitam
impendere vero.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO II – LA
MEDIOCRIDAD INTELECTUAL)
Selección y transcripción:
Agensur.info
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