Por Gustavo González |
En 1979, cuando no era fácil protestar, Juan
Carlos Schmid encabezó un paro contra la intervención
militar a un gremio que él había fundado en 1971, el de
Dragado y Balizamiento. Hacía dos años que lo habían despedido de la
Administración de Puertos. En 1983, en las postrimerías de la dictadura, le
llegó un inesperado telegrama de reincorporación al trabajo.
Para entonces ya había
conseguido otro empleo en el puerto con el que esperaba llegar pronto al cargo
de práctico, la persona que se encarga de ingresar los barcos y, aún hoy, una
de las profesiones mejor remuneradas.
Pero optó por volver a su viejo trabajo. Se presentó en el portón por el
que se había ido, pero estaba cerrado con cadenas y un candado arrumbado.
Alguien desde adentro le avisó que ese ingreso ya no estaba en uso y que debía
entrar por otra puerta.
Hombre raro Schmid. Respondió que iba a entrar por el mismo lugar por
donde se había ido y que se quedaría allí hasta que le abrieran. Por algún
motivo los convenció y unos operarios debieron acercarse para cortar el
candado.
Sindicalista atípico. Juan Carlos Schmid no es un sindicalista
normal. Además de ser uno de los tres secretarios generales de la CGT y venir
del moyanismo, es uno de los que más inquietudes intelectuales tiene.
Columnista espontáneo de este diario sobre temas que van más allá de la
batalla gremial y escritor pertinaz de apuntes de viaje y textos políticos. El
año pasado presentó en la Feria del Libro, El mensaje del pescador,
su análisis sobre la encíclica Laudato Si, del Papa. Es fácil percibir que es más
amigo del diálogo que de la confrontación.
Ese perfil no es el más conocido ni el que se vio cuando fue el único
orador del último acto de la CGT en la Plaza de Mayo en
el que acusó al Gobierno de “multiplicar la pobreza”.
Ser secretario general de la CGT con un presidente no peronista, remite
a cuando quienes gobernaban eran radicales: esas experiencias siempre fueron
traumáticas para unos y otros, también para la sociedad.
Él tiene en su despacho una foto suya, joven, junto a Saúl
Ubaldini, el histórico primer líder gremial de la democracia,
recordado tanto por su honestidad como por haber organizado trece paros contra
una administración que no pudo terminar su mandato.
La negociación. Hoy, el clima de época es distinto a aquel de la
posdictadura. Macri no es radical y Schmid no es Ubaldini. Pero el
conflicto entre una central obrera peronista y un gobierno que no lo es, en
medio de una delicada situación socioeconómica, reproduce viejos antagonismos y
prejuicios políticos, y deja abierta la puerta a tensiones permanentes.
Este hombre, nieto de alemanes e hijo de un sindicalista metalúrgico, se
muestra urgido por formalizar un diálogo con el Gobierno. Esta semana se lo
dijo al ministro de Trabajo,Jorge Triaca, durante un encuentro
informal.
Su relación histórica con Hugo Moyano lo suele pintar como el combativo
de la conducción de la CGT. No es lo que parece cuando habla en privado ni lo
que piensa el macrismo.
En la reunión con Triaca, le planteó cuatro puntos: 1) aumento
de emergencia para los jubilados (reivindica la ley de reparación
histórica de Macri, pero sostiene que quienes perciben el haber mínimo no
llegan a fin de mes); 2) el fin de la intervención a cuatro sindicatos (descree
de la excusa oficial de que no pueden hacer nada ya que se trata de
intervenciones judiciales); 3) rechazo a cualquier reforma laboral (aunque
se muestra abierto a analizar casos puntuales); y 4) la vigencia de los
convenios colectivos, aunque algunos tengan más de medio siglo.
Tanto Triaca como Schmid salieron de este encuentro con la sensación de
que pasó el tiempo de la pelea. La próxima reunión probablemente será formal y
frente a las cámaras. En el ministerio le van a proponer avanzar con planes de
capacitación laboral y promoción de primeros empleos.
Ya le anticiparon informalmente que el aumento de la edad jubilatoria no
estaría pensado hasta para dentro de seis a ocho años, y que sería paulatino.
En el Gobierno están convencidos de que la reunión del Comité Confederal
del 25 de septiembre para llamar a un paro general, quedó en la nada. “Juan
Carlos no fue el impulsor de la marcha a la Plaza aunque no tuvo más remedio
que ponerse al frente –analizan desde Trabajo–, sabía que era a
destiempo pero aceptó por la presión de Pablo Moyano y de
otros sectores. El sabe que no hay clima para la confrontación”.
Es cierto que la relación entre Schmid y Pablo no es la misma que con
Hugo. Del jefe del clan nadie lo escuchó ser crítico. En la CGT existe la
sensación de que el hijo de Moyano juega una carrera propia para ser el próximo
conductor de una secretaría general unificada.
El Papa. Schmid (65) está casado, tiene cuatro hijos (tres hijas militan en el
peronismo). Es de Santa Fe, vive en la misma casa de siempre, que era de sus
abuelos, en Ludueña, un barrio ferroviario de las afueras de Rosario. Su abuelo
alemán le transmitió a través de su padre la pasión por estudiar las
estrategias militares de los grandes conflictos bélicos.
Se formó en una de las escuelas técnicas creadas por el peronismo y
encontró pronto una salida laboral navegando por los ríos argentinos hasta
llegar al cargo de capitán. Pero también es parte de los cuadros surgidos de la
Confederación Latinoamericana de Trabajadores (CLAT), como Víctor de
Gennaro, Germán Abdala y Carlos Custer, el ex embajador en el Vaticano de
quien se considera discípulo. La CLAT era una central de
orientación socialcristiana que en los 60 y 70 aparecía ubicada ideológicamente
entre las organizaciones socialdemócratas y las marxistas.
Ese perfil socialcristiano lo acompaña hasta hoy, de ahí su relación con
el Papa, a quien visitó en secreto a fines del año pasado. Francisco le hizo un
pedido: que la CGT integrara a los trabajadores informales y le habló muy bien
de Juan Grabois, del Movimiento de
Trabajadores Excluidos. A su regreso organizó un encuentro que no terminó bien,
Grabois se cruzó feo con Héctor Daer, otro de los secretarios generales. Schmid
piensa que el Gobierno le debe mucho a Grabois por la organización y contención
que brinda en barrios carenciados. Sin gente como Grabois, cree, la
situación social sería más peligrosa.
Schmid es peronista, aunque su militancia siempre fue sindical. En estas
PASO se imaginó precandidato a diputado por su provincia, pero al final
desistió.
No parece un cruzado antimacrista. Su principal asesor es Carlos Piñeiro
Iñíguez, un intelectual de la teología, peronista y católico, que fue varios
años embajador en Ecuador y conoce muy bien a Jaime Duran Barba, a quien le
guarda respeto y cierta simpatía. Es un nexo a seguir.
El cegetista está lejos de coincidir con las políticas oficiales, pero
reivindica el trabajo en las villas y entiende que, para los que tienen
empleo, el plan de obra pública del Gobierno resulta valioso.
Acaba de terminar El siglo de Perón, el libro que Alain Rouquié vino a
presentar al país, pero antes había leído Conurbano infinito, la profunda
investigación del sacerdote jesuita Rodrigo Zarazaga. Allí se habla de la
grieta entre los trabajadores formales y quienes trabajan en negro o viven de
planes sociales. Los primeros, comparte Schmid, pueden sufrir la crisis, pero
agradecen que lleguen las obras a sus barrio. Allí se detecta un corrimiento de
votos del peronismo al macrismo.
Macri. El pasado 6 de abril, después del primer paro general, Macri y uno
de sus principales estrategas comunicacionales miraban por televisión la
moderada evaluación que hacía Juan Carlos Schmid de la medida de fuerza. “Este
es el sindicalismo que necesitamos, Mauricio”, le dijo su hombre de confianza.
Pero ese día el Presidente estaba muy caliente para darle la razón.
Y no es que Schmid sea el sindicalista que Macri necesita. Ambos son el
reflejo de cierta mayoría social que se aburrió de la lógica amigo/enemigo y
necesita escapar del espectáculo de la confrontación. No se van a terminar
abrazando porque quieran. Si lo hacen, será porque fueron capaces de
interpretar su tiempo.
Quizás lo logren.
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