Hay medidas concretas
que podrían tomarse para reducir
los alarmantes niveles de pobreza del país.
Por José Nun (*) |
Decía bien el reconocido politólogo norteamericano Robert
Dahl que el gobierno de un Estado que no cumple con el criterio de una
ciudadanía plena no puede ser considerado realmente democrático. Según este
criterio, "a ningún adulto que resida permanentemente en el país y esté
sujeto a sus leyes le pueden ser negados los derechos de que disfrutan
otros".
Esto es, no basta con que haya elecciones periódicas para que
exista una democracia. Y según opinaría años después el sociólogo alemán Ralf
Dahrendorf, alcanza con que un 5% de la población en edad de votar no esté
compuesto por ciudadanos plenos para dudar de la validez de los valores
democráticos que se proclaman.
¿Cómo se define más específicamente una ciudadanía plena? A
partir de un conjunto de derechos que forman un sistema, esto es, que tienen
claras relaciones de implicación mutua, de modo que un régimen puede no ser
democrático no sólo por la ausencia de uno o más de ellos, sino también cuando
su desarrollo conjunto es notoriamente desigual. ¿Cuáles son tales derechos? Se
trata, básicamente, de los establecidos en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948 (que es parte de nuestra Constitución). Comprenden
desde los derechos a trabajar, a la educación, a la alimentación y a una
vivienda digna hasta los de disponer de cuidados médicos y del dinero
suficiente para vivir. En términos más generales, se trata de los derechos
civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de la ciudadanía.
Nuestro país está hoy lejos de satisfacer el criterio de
Dahl. Para aventurar una estimación meramente indicativa, puede conjeturarse
que, desde hace un par de décadas, no más de la mitad del electorado goza de
una ciudadanía plena. El punto resulta crucial porque tanto o más importante
que las preferencias políticas de la ciudadanía es siempre el modo en el que se
generaron estas preferencias. No es lo mismo votar después de haberse
informado, de contar con el tiempo y los diversos recursos necesarios para
ponderar los argumentos de las distintas alternativas en juego, que hacerlo
guiado por las creencias de un sentido común muy elemental o, peor aún,
acatando las instrucciones de un puntero o acosado por la amenaza real o
inventada de perder un subsidio. Estoy hablando de las precondiciones sociales
de la libertad, las cuales nos remiten, a su vez, al gran tema de la igualdad.
O, puesto en términos más clásicos, nuestra libertad debe ser una libertad
igual para todos y nuestra igualdad, una igualdad libre.
Se me dirá que el criterio de una ciudadanía plena resulta
demasiado exigente, a tal punto de que roza la utopía. Avanzo tres respuestas.
Primero, como ya observaba Tocqueville en el siglo XIX, la democracia es en
efecto un régimen muy exigente, y está bien que lo sea. Segundo, son varios los
países que satisfacen bastante razonablemente ese criterio. Y tercero, la misma
crítica se le aplicaría a la pretensión de que nadie robe ni mate, lo cual no
impide que puedan alcanzarse niveles intolerables de inseguridad, como ocurre hoy
entre nosotros, y que debamos poner todo nuestro empeño en luchar contra ellos.
De manera similar, es urgente reducir a un mínimo los inadmisibles contingentes
actuales de ciudadanos semiplenos y nada plenos.
Esto requiere reformas significativas en muy diversos
planos. Pero hay sobre todo una, que solía ser un claro parteaguas entre
conservadores y progresistas y que ahora simplemente ha desaparecido del
discurso público. Es más: dado el contexto, asombra y alarma que se haya
convertido en uno de los grandes temas ausentes de la actual campaña electoral.
Me refiero nada más y nada menos que a la redistribución del ingreso (y conste
que ni siquiera aludo a la redistribución de la riqueza). Voy a detenerme en
una de las graves cuestiones que por este camino se silencian, mientras todos
se rasgan las vestiduras por las dimensiones que ha alcanzado la pobreza.
Es sabido que los recursos del Estado provienen de tres
fuentes principales: la recaudación impositiva, las eventuales ganancias que
generen las empresas y los servicios públicos y el endeudamiento. La primera de
estas fuentes es sin duda la más genuina e importante y, sin embargo, sólo se
la menciona ahora para quejarse por la alta presión impositiva o para alegar
que supuestamente puede volverse un freno a las inversiones. Nada se dice, en
cambio, de la regresividad y de las particulares características cuantitativas
y cualitativas del impuesto a las ganancias, que fue pensado como el más
progresivo de los gravámenes que se aplican.
Desde el punto de vista cuantitativo, en la práctica este
impuesto nunca ha superado el 6% del producto bruto interno, o sea que su
aporte al erario es dos o tres veces inferior al de los países desarrollados.
¿Por qué? Por un lado, porque los altos ingresos se gravan con un 35%, allí
donde la tasa que rige en el Reino Unido es del 45%, o en Italia, del 43% (para
no mencionar el 60% que se cobra en Dinamarca). Por el otro, a causa de los
elevadísimos niveles de elusión y de evasión fiscales, que convierten a la
Argentina en uno de los países del mundo más transgresores en esta materia. El
Tax Justice Network ha estimado, por ejemplo, que en 2016 las grandes empresas
evadieron 21.406 millones de dólares, es decir, el equivalente a un 4,2% del
PBI, según informó La Nación. Si a
eso se le suma que alrededor del 35% de la economía opera en negro -una
proporción que representa un tercio del PBI y es muy superior a las de Grecia o
Italia-, se vuelve fácil advertir el enorme impacto negativo que tiene todo esto
sobre nuestra bajísima tasa de inversión y sobre un déficit fiscal que se ve
incrementado precisamente porque los gobiernos apelan como alternativa al
endeudamiento.
Además, desde el punto de vista cualitativo, la propia
estructura del impuesto a las ganancias limita considerablemente tanto su
posible progresividad como sus efectos reales sobre la redistribución del
ingreso. Me refiero al hecho de que el 70% del impuesto recae sobre las
empresas y el 30% sobre las personas físicas, exactamente a la inversa de lo
que ocurre en los países desarrollados. Sucede que las compañías (sobre todo,
las formadoras de precios) están en condiciones de incorporar el impuesto a su
cálculo de costos, de manera que, vía precios, buena parte del gravamen termina
recayendo directa o indirectamente sobre los consumidores. Más todavía que el
80% de aquel 30 se aplica a las remuneraciones laborales, al tiempo que no
están gravados los dividendos ni buena parte de la compraventa de acciones y
tampoco existe un impuesto a la herencia de las grandes fortunas.
Si a lo expuesto se le suman años de funcionarios corruptos
o ineptos (aunque muchos no lo sean), no debería llamar la atención que las
encuestas confirmen una y otra vez que apenas uno de cada diez argentinos tiene
una opinión positiva acerca de los dirigentes políticos. Lo que extraña y
decepciona, en cambio, es que tampoco los ciudadanos plenos parezcan
interesarse demasiado por una desigualdad estructural que priva a tantos de sus
compatriotas de poder serlo también.
(*) Politólogo, fue secretario de Cultura de la Nación
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