Por Arturo Pérez-Reverte |
Fue uno de aquellos veranos lejanos de atardeceres
tranquilos, cielos cárdenos y playas mediterráneas todavía despobladas –hablo
de hace casi cincuenta años– que olían a salitre y resina de pinos, con la
arena aún caliente y el agua, casi inmóvil, lamiendo con suavidad en la orilla
conchas vacías y pequeñas madejas de algas. Yo aún no había cumplido dieciocho
años y estaba a punto de echarme al hombro una mochila llena de libros para
viajar a la isla de los piratas, sin saber que iba a pasar en ella más tiempo
del que suponía. Miraba la playa, el mar y la vida con los ojos ávidos del
joven que desde hace poco tiempo camina solo. Y con esos ojos la miraba a ella.
Era norteamericana. De Santa Bárbara, California. Su padre
trabajaba cerca del mío, y ella había venido a pasar con él unas vacaciones.
Hablaba español con resonancias mexicanas. Conservo de ella una bonita
fotografía en blanco y negro. Está en bikini, echada atrás la cabeza, bebiendo
vino de un porrón del que le cae el vino por la barbilla, el pecho y la cintura.
Era rubia y muy guapa, con algunas pecas. Su nombre sólo es asunto mío y de los
amigos de entonces que la recuerdan. Tenía una risa sonora, contagiosa. Sana.
Una risa de muchacho.
Fue una historia de verano, corta y perfecta. Miradas
jóvenes, pieles jóvenes. Carne joven. Un mundo delicioso por descubrir. Y parte
de ese mundo lo descubrimos juntos. Yo hacía mis primeras incursiones serias
–no éramos tan precoces, entonces– por ciertos fascinantes territorios, y ella
también. O al menos se comportó con la suficiente osadía por su parte. Aquellas
playas entre acantilados, aquellos bosques de pinos donde cantaban enloquecidas
las cigarras, contribuyeron adecuadamente al asunto. Fueron sólo unos días,
pero de su intensidad es buena prueba la nitidez con que los recuerdo.
Alguna vez la llevé a navegar con Paco el Piloto. Se quedaba
a bordo del barco del viejo patrón mientras mi hermano, mi amigo Roge y yo nos
poníamos el equipo de buceo y nos sumergíamos en busca de ánforas romanas. Eran
otros tiempos, como digo. Tiempos donde el mar aún era coto de los audaces que
lo tenían por suyo. Tiempos de aventura y libertad. Al regreso de una de esas
inmersiones le regalé a ella un cuello muy bonito de ánfora. Como buena gringa
anglosajona, no podía creer que aquello tuviera veinte siglos de antigüedad. Se
la llevó a California sin problemas –ya digo que eran otros tiempos– y meses
después me envió una foto del cuello de ánfora puesto en una vitrina, en el
salón de su casa. Después, la vida nos borró a uno del otro.
Hace un año estuve en San Francisco, California, presentado
una novela. Isabel Allende tuvo la cortesía de acompañarme aquella tarde, y
también estaba allí Daniel Sherr, mi intérprete y amigo neoyorkino del que ya
he escrito aquí alguna vez. Mi inglés de viejo reportero es demasiado elemental
para floripondios, así que cuando debo hablar allí en público lo tengo siempre
a mano. En el curso de la charla salió a relucir la historia del cuello de
ánfora. «Se lo regalé –dije– a una joven californiana, bellísima, que estaba de
vacaciones en Cartagena, España, en el verano del 69». Entonces, entre el
público, una señora levantó la mano. «Yo estaba en Cartagena ese verano», dijo.
Soy un tipo templado, o eso creo. Pero se me paró el
corazón. Literalmente. Me quedé muy quieto mirándola durante un largo silencio
mientras la gente nos observaba, sonriente y divertida. Algunos aplaudieron. La
señora era rubia, muy bien vestida, y era evidente que había sido muy guapa,
porque lo era todavía. Debí de estar callado como diez segundos, estudiándola
con extrema fijeza. «Es imposible –dije–. Esas casualidades sólo existen en las
novelas». Rió el público, y aplaudieron otra vez. Ella sonreía, sin responder,
disfrutando del efecto. «¿Vive usted en Santa Bárbara?», pregunté asombrado.
Aún guardó silencio un momento. «Nunca estuve en Santa Bárbara, pero sí en
Cartagena, como he dicho. Mi padre estaba en la Armada norteamericana y vivimos
un tiempo allí», repuso. «Entonces –concluí inseguro, observándola aún
desconcertado– usted no puede ser ella». Y era menos una afirmación que una
pregunta. Volvió a quedarse callada unos instantes. Su sonrisa era enigmática y
deliciosa. «No, no soy ella –respondió al fin–. Y lo lamento, porque ésta
habría sido una bonita historia».
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