Por Arturo Pérez-Reverte |
Nunca supe cómo se llamaba de verdad. Cuando el 2
de julio de 1982 pregunté por su barco en Larnaca, Chipre, lo llamaron capitán
Kamiros. Muchos años después, en La carta esférica,
le cambié el nombre por capitán Raufoss, pero a mí me lo presentaron como
Kamiros. Que tal vez tampoco era su verdadero nombre. El capitán Kamiros era un
griego bajito y pulcro, de mediana edad, hombros anchos, con el pelo rizado muy
escaso y un frondoso bigote negro. Llevaba camisas caqui muy bien planchadas y
fumaba a todas horas en una boquilla de ámbar.
Fui a verlo al puerto, en una
oficina cochambrosa con moscas aplastadas en las paredes. Le dije que quería ir
a Junieh, Líbano, porque el aeropuerto de Beirut estaba cerrado por los
combates. «La marina israelí bloquea el mar», dijo. Le respondí que ya lo
sabía, y también que él burlaba el bloqueo llevando contrabando. Y que también
sabía que lo habían llamado por teléfono unos amigos comunes, para hablarle
bien de mí. Estuvo mirando, impasible, cómo iba poniendo billetes de 20 dólares
sobre la mesa. Al fin sonrió, se los metió doblados en un bolsillo y me ofreció
un café.
Fue una noche muy larga. Salimos a media tarde en
su barco, el Glaros, o al menos ése era el
nombre que llevaba pintado, sospechosamente reciente, sobre el casco
herrumbroso donde se adivinaban otros nombres anteriores. El Glaros era un pequeño mercante con el puente a
popa y la cubierta corrida. La tripulación consistía en una docena de griegos e
italianos, de los que el más inofensivo tenía cara de haber cumplido condena
por matar a su madre. Me miraron mal, pero el capitán cambió unas palabras con
ellos, repartí cigarrillos como si me sobraran, y al final hasta me dieron una
chawarma fría para cenar y una taza de café turco espeso como el barro. No
tenían camarotes para pasajeros, o al menos eso dijeron; así que me acomodé en
cubierta, sobre el saco de dormir, usando mi reducido equipaje como almohada.
Íbamos sin luces de navegación, pues las apagaron en cuanto quedó atrás la
costa chipriota –«No smoke, no lights», me dijeron–, así que podían verse de
maravilla las estrellas. Por suerte no hacía frío, pero al llegar la noche el
relente empapó la cubierta y mis ropas. Yo tenía treinta y un años, estaba en
buena forma. Pero aquellas cien millas no fueron un viaje cómodo.
Sobre las tres de la madrugada, el Glaros detuvo las máquinas y se quedó parado,
balanceándose en la marejada. Al cabo de un rato subí al puente y pedí permiso
para entrar. Las caras del capitán, su segundo y el timonel se veían débilmente
iluminadas desde abajo por el radar y la luz suave de la bitácora. Kamiros
escudriñaba la noche con los prismáticos. Me señaló un eco en la pantalla de
radar y volvió a mirar por los Zeiss: «Una patrullera israelí, en el límite de
las aguas libanesas», dijo. «¿Nos ven?», pregunté. «Pues claro –respondió–. Como nosotros a ellos. Pero aún estamos en aguas libres». Quise
saber cuál era el siguiente paso, y dijo muy tranquilo: «Ser más pacientes que
los israelíes y buscar otro agujero en la red». El resto de la escena lo
describí diecisiete años después en La carta esférica: «Viró
despacio, todo a estribor, avante poca y ni un cigarrillo encendido a bordo,
para alejarse discretamente en la oscuridad».
Por la mañana, fondeados en Junieh, Kamiros se fumó
conmigo un cigarrillo y me ofreció otra taza de café parecido al barro antes de
hacerme, con mi cámara Pentax, una foto que aún conservo: sentado en cubierta,
sobre mi petate de lona, con la ciudad al fondo. Quise hacerle una a él; pero
no quiso, por razones obvias. Me despidió fumando en su boquilla de ámbar,
recién afeitado y con la camisa impecablemente planchada, como si la noche no
hubiera pasado por ella ni para él. Lejos, hacia Beirut, se alzaba una columna
de humo. «Debe usted de estar loco», me dijo sonriente –no lo había visto
sonreír desde los dólares del día anterior–. «Tampoco usted parece muy cuerdo,
capitán», respondí, y se rió. Nos estrechamos la mano y descendí por la escala
de gato hasta la lancha que aguardaba abajo.
No sé qué fue de él, ni del Glaros, si es que se siguió llamando así. Nunca volví a
verlos. Pero cuando estoy en el mar y veo un mercante pequeño, de esos con
nombre repintado y matrícula de conveniencia, no puedo evitar recordarlos, y
reconocerlos. Pese a la tecnología, a los satélites, a cuanto las leyes
terrestres inventan para controlar lo incontrolable del ser humano, el capitán
Kamiros, su risa y su barco siguen navegando imperturbables, como desde hace
siglos, por el viejo Mediterráneo. Buscando, siempre, agujeros en la red.
© XL
Semanal
0 comments :
Publicar un comentario