Por Arturo Pérez-Reverte |
Ayer anduve un rato tras la VI epístola de Horacio
–nihil admirari– en la parte de mi biblioteca ocupada
por los clásicos griegos y latinos, comparando varias traducciones. Al terminar,
el azar me llevó a tomar de su estante un viejo y querido volumen que poseo
desde hace medio siglo: Figuras y situaciones de la
Eneida. Tengo devoción por ese libro, y su excelencia es una de las
razones.
La otra es que con él empecé a traducir a Virgilio a los dieciséis
años; y en sus páginas, marcados a bolígrafo los hexámetros para diferenciar
dáctilos y espondeos, figura mi propia traducción de cada verso: «Canto a las proezas y al hombre que de las costas de Troya / vino
el primero a Italia y a la costa de Lavinia fugitivo del hado…».
Me senté a hojearlo, mientras recordaba, y luego lo
devolví a su lugar con una sonrisa melancólica. Pensaba en don Antonio Gil, el
profesor sabio y paciente que me guió por esos versos; y en Gloria, la
profesora de Griego de bellas grebas que se casó –como era de esperar– con el
profesor de gimnasia; y en José Luis Vallejo, el hermano marista con quien, en
2º de bachillerato, traduje mis primeras palabras de latín clásico: «Gallia est omnis divisa in partes tres». Y pensaba en
mi amigo el profesor Arístides Mínguez, que en el colegio donde ahora se gana
la vida suma veintiséis años peleando junto a las negras naves, cubierto del
polvo de los héroes, intentando enseñar Cultura Clásica a chicos de quince
años; y este curso no ha podido hacerlo porque, de un millar de alumnos
inscritos en su instituto, sólo una docena había elegido esa asignatura, que
carece de la utilidad inmediata de, por
ejemplo, la informática o la lengua autonómica de turno. Y eso significa que
una promoción entera de estudiantes, en ese colegio y en otros centenares de
toda España, acabará la enseñanza secundaria sin tener ni remota idea de
quiénes fueron Homero o Virgilio, sin saber lo que nuestro mundo debe a Solón,
Clístenes o Pericles, sin recordar a Sócrates o buscar el camino a casa con
Jenofonte, sin comprender las importantes consecuencias de la guerra por
Hispania que enfrentó a Escipión y Aníbal. O sin poder, jamás, disfrutar de la
belleza, la felicidad, de una frase tan perfecta y absoluta como «Nox atra cava circumvolat umbra».
El desinterés, cuando no la ignorancia criminal de
los responsables de la educación en España en los últimos veinte o treinta
años, no ha hecho sino ahondar el daño. En una sociedad resuelta a suicidarse
culturalmente, como la nuestra, a los chicos brillantes se les aconseja
estudiar sólo bachilleratos científicos o de ciencias sociales; a los torpes,
humanidades; y a los zopencos, ciclos formativos. Tal es el triste mapa de
nuestro futuro. Y en ese afán disparatado de borrar de las aulas todo lo inútil, las malnacidas leyes y reformas
educativas del Pesoe y del Pepé han conseguido que los alumnos que con 16 años
pueden optar por Humanidades –mi generación estudiaba latín básico y
obligatorio con 11 o 12–, se encuentren ahí por primera vez con el latín,
aunque descafeinado y de una simpleza aterradora. Pero esa opción, además,
compite con otras socialmente mejor vistas: la científico-tecnológica y la
profesional, de modo que sus posibilidades son mínimas.
Por no hablar del griego, claro. En algunas
comunidades –que ésa es otra, cada cual a su aire–, en 1º de bachillerato puede
elegirse, es cierto, entre Griego y Literatura Universal. Pero los chicos no
son tontos, y saben que el griego es difícil y endurecerá la selectividad. Así
que adiós para siempre a Homero y compañía. Decenas de profesores al paro, u
obligados a impartir materias afines de
las que no tienen ni zorra idea. Y lo que es peor: generaciones de jóvenes
ciudadanos a los que se arrebata el derecho a una educación integral; echados
al mundo sin saber, y sin importarles un carajo, quiénes fueron Arquímedes,
Séneca o Catilina, ni lo que de verdad y en origen significan palabras como
agonía, democracia o isonomía.
No olvido que la primera vez que vi arder una
ciudad, Nicosia en 1974, con veintidós años, llevaba en la memoria –y en la
mochila, aunque eso fue casual– el canto II de la Eneida. Y en los griegos
armados que se despedían de sus familias reconocí sin dificultad a Héctor, el
del tremolante casco. Y es que de eso se trata, a fin de cuentas. Sin el latín,
sin el griego, sin aquellos profesores que me guiaron por ellos, nunca habría
podido comprender Troya y cuanto hoy significa y esclarece. Me habría perdido
entre los dardos aqueos, en la negra y cóncava noche, sin encontrar nunca el
camino de Ítaca o de las costas de Italia. Sin la forma de mirar el mundo con
la que hoy vivo, envejezco y escribo.
© XL
Semanal
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