Por Pablo Mendelevich |
Cada vez se escucha menos el reproche de que tal o cual cosa
sucedió en el escenario político porque falta poco para ir a votar. No es que
no se sospeche que una medida judicial adoptada ahora puede tener inspiración
electoralista tanto como una disposición bancaria, un súbito plan crediticio
lanzado por el Gobierno, un beneficio de escala municipal o una denuncia
altisonante de la oposición.
Desde luego que muchos perciben como políticas, y eso
significa electoralistas, las reacciones más destempladas por la desaparición
de un joven en la Patagonia en el contexto de una protesta mapuche. Quizás por
haber sido el reclamo mapuche algo muy periférico de la agenda pública su
irrupción reforzó en los últimos cuarenta días la sensación de que ningún rubro
está exento de quedar envuelto por la contaminación electoral menos pudorosa.
Percepción exagerada o realidad cruda, la campaña no se toma recreo. Y, como ya
no es tan fácil discriminar cuáles novedades esconden intencionalidad electoral
y cuáles no (¿debería cerrar la Justicia?, ¿tendrían que esperar los
estudiantes secundarios para protestar por sentirse no consultados delante de
una reforma?), se impone, tal vez, una resignación al vale todo. El propio
presidente Mauricio Macri declaró un par de veces en los últimos tiempos que,
cuando haya pasado la campaña, será más fácil sentarse a dialogar entre el
oficialismo y los opositores. Lo cual sugiere este interrogante: ¿pasará la
campaña?
Cien años después de la caída del zar, aquella idea de Marx
y Engels sobre la "revolución permanente" que Trotzky haría suya no
parece tener mayor corroboración terrenal ni demasiado predicamento en el
proletariado. Lo que anda en esta época, más o menos desde Bill Clinton, es
otra teoría: la de la "campaña permanente".
Hasta ahora se decía que campaña permanente era lo que
hacían algunos gobiernos modernos para comunicar su gestión durante los
períodos entre elecciones. Una especie de amalgama de política y comunicación,
mientras las urnas juntaban tierra en el depósito, destinada a renovar cada día
la legitimidad de origen del gobernante. El problema es que en la Argentina no
sólo se abusó del autobombo oficial y de la denostación de los opositores
-cadenas cotidianas mediante, inauguraciones surtidas, propaganda partidista en
Fútbol para todos- sino que se alteró el mismísimo calendario político
institucional con profusión de elecciones. Hasta tenemos revolucionarias
elecciones nacionales en las que no se elige nada (o casi nada), un modelo de
última generación, más novedoso que los helados calientes. Y ya nadie se
acuerda muy bien a qué se le decía período entre elecciones. Ni cuánto duraban.
Ahora estamos cursando un período, digamos, small. Votamos
hace 30 días, volveremos a votar dentro de 40. El que sigue, en cambio, es large.
Se perfilaría como más descansado si no fuera porque lo corona el premio mayor,
el que más adrenalina secreta entre los dirigentes, los estrategas electorales,
los consultores extranjeros, los asesores y los asesores de estos últimos. Se
trata de alrededor de 21 meses (depende de lo que ocurra con las PASO), que
arrancan, como ya todo el mundo sabe, la noche crucial (y probablemente tensa)
del domingo 22 de octubre. Varios emergentes de los comicios de ese día
fingirán estar alborozados contando cuántos diputados y senadores sacaron, pero
en verdad madrugarán en clave proselitista con histrionismo guionado rumbo a
las presidenciales 2019. En el mismo acto cabe esperar el posicionamiento de
los presidenciables, o de quienes quieran acreditarse como tales.
Cuando en la calle se habla de elecciones y aparecen
síntomas de fatiga por la campaña permanente, parte del cinismo de la política
consiste en actuar el acatamiento a las leyes que acotan la duración de las
campañas. Son leyes confeccionadas con consensos que lamentablemente nunca se
consiguen para fijar políticas de estado respecto de los grandes problemas
nacionales. Es que la Constitución se vuelve exigente cuando se trata de
legislación electoral: en el artículo 77° pide mayoría absoluta del total de
los miembros de las cámaras para cualquier modificación del régimen electoral y
de partidos políticos. El día que la república vaya al psicoanalista, el
artículo 77°, que se tuvo que cambiar la identidad para sobrevivir, seguramente
desnudará algún trauma importante. En su origen una parte del 77° era el 68°
bis. Los constituyentes extraviaron el 68° bis. Sí, justo ése es el famoso
artículo que se perdió durante la reforma constitucional de 1994, hallado por
milagro en medio de un alboroto nacional (luego fue repuesto... por ley).
Nada nuevo: el orden político legal transcurre en una
dimensión que no siempre se cruza con la vida política real. En un mundo, el de
los jueces, las sentencias, los artículos y los incisos, hay partidos y
alianzas, pero en el de verdad se habla, sin organicidad, perímetro ni
compromiso, de espacios. Uno restringe y reglamenta la duración de las
campañas. En el otro reina -sin reconocerse a sí misma- la campaña permanente.
Por eso la dualidad. Legal y formalmente la campaña para las
elecciones legislativas de octubre todavía no empezó. Sin embargo, está por
todas partes. O parece estarlo.
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