Por Martín Rodríguez
Si Evita fue la radio, Cristina es la televisión. La conoce,
la mira, la putea, la niega, la obsesiona. La maneja. En su densidad ideológica
se permite articular cada respuesta de un modo exhaustivo y dramático. Cristina
tiene drama.
A la vez, quizás perdió algunas intuiciones políticas clásicas:
¿por qué le negó a Novaresio que podían tener un mínimo de coincidencias?
Imaginemos cuál sería ese piso: las políticas de derechos humanos, la AUH, el
matrimonio igualitario. Lo previsible del mundo progresista que comparten, cómo
que no. Esa negación y forzar al periodista "al otro lado" condensa
la mayoría de los problemas de su construcción política: la idea de que no
puede haber saldos en común. Esa polarización vocacional es un ejemplo de lo
que reduce su fuerza a un tercio. Digámoslo rápido: en el uso de la grieta todo
oficialismo corre con ventaja y toda oposición corre en ojotas. Las oposiciones
exitosas deben ser necesariamente más universalistas, republicanas, abiertas,
inclusivas. Los oficialismos, en cambio, eligen sus enemigos, los escenarios,
los tiempos de la batalla.
Desde que se supo el resultado electoral, Cristina se
definió en el "somos parte de una mayoría", es decir, como la parte
de un todo, modificando el vocabulario kirchnerista que hasta hace unos meses
veía en las opciones opositoras que no eran Unidad Ciudadana (UC) un
para-oficialismo. Es común que en las escasas entrevistas que brinda Cristina
suene racional, corrija lenguajes. Y eso sorprende a propios y ajenos. La
respuesta sobre su cambio de tono podría ser llana: Cristina no le habla a
Cristina. Le habla a la sociedad. El resto del kirchnerismo le habla a
Cristina, explicación de por qué escasean los kirchneristas con votos. Como
cuando rememora la sofisticación de un insulto ("puta, yegua,
montonera") y algunos militantes corren al taller de serigrafía a hacerse
la remera.
Y pese a ese tercio, Cristina ocupa el centro de la escena
desbordando su propio electorado. Más rating que votos, diríamos. La atención
que produce, la centralidad, tiene una rara paradoja: esa
"centralidad" no es un concepto que la politología cambiemita
dispute. La ceden con gusto. Su micro-segmentación se construyó en espejo. La
comunicación de Cambiemos no significa estar más en los medios. A veces,
incluso, significa no estar, estar menos, estar lo justo y necesario. Política
con mano invisible.
Baldosas flojas
Pero Cambiemos logró algo sobre el peronismo: pisa sus
baldosas flojas. Lo mortifica. Toca un trauma central peronista: no estar en
tiempo. No tener el signo de los tiempos. Así, una masa de comentaristas opina
que el peronismo no llegó al siglo 21. Y eso les hace suponer la necesidad de
un peronismo de agenda más corta, menos ideológico y con formas de comunicación
modernas. Dicen: sólo así podrá disputar poder. Se trata de una construcción en
espejo: parecerte a tu rival.
Las primeras impresiones del "packaging" de Unidad
Ciudadana parecían ir por ese lado según analiza incluso la prensa más anti
kirchnerista: consultores nuevos (gurúes extranjeros), candidatos que escuchan
a la gente, coherencia discursiva. Massa desde 2013 probó ese juego, al punto
fanático de "sobre-couchearse": la gente, la gente, la gente. Visto
hoy, tras los resultados bonaerenses del peronismo en más o menos todas sus
variantes, es hora de pensar que Duran Barba no le dio exactamente "tecnología"
al PRO, sino que, en sus términos, le dio una filosofía política. Y el
peronismo no se resuelve imitando "modernidad" (o posmodernidad), no
se resuelve con comunicación, a secas.
Diríamos, cristianamente, que el peronismo ha dejado de dar
testimonio, y tiene el desafío de recuperarse en ese camino: andando entre la
gente sin hacer pesar como ley de hierro su inevitabilidad. Tras doce años de
gobierno, la saturación de la fantasía autopercibida de que sólo el peronismo
puede gobernar fue un tiro por la culata.
Cambiemos es una derecha votada. Y eso duele por izquierda.
La gente, mucha, más de la "esperada", los vota. ¿Pueden ser mayoría
en primera vuelta? Su política económica se los hace difícil. ¿Les conviene?
Supongamos que pudieran, ¿les conviene? Ganar de a poco deja menos defraudados
en el camino de su ajuste gradual y "crecimiento moderado", que
siembra de ganadores y perdedores en una Argentina que se subraya entre
productivos e improductivos.
Por su genética, el peronismo (y el kirchnerismo) está más impelido
a ser "mayoría" que Cambiemos. Porque es una controversia
identitaria: ¿existe un populismo de tercio?, ¿un populismo de minoría? Un
gobierno liberal acepta ser primera minoría. Pero a su vez el gobierno asume
rasgos mayoritarios en otro orden: en el orden. Así, las tomas de colegios, las
causas indígenas, las luchas de manteros, todo parece expuesto
indiscriminadamente como en un caleidoscopio en el que giran los activos
sociales, mientras ellos, gobierno, defienden a las mayorías silenciosas.
El relato de Cambiemos es que se vive en una metrópolis bajo
la dictadura de la corrección política. El gobierno representa a los que van de
casa al trabajo y del trabajo a casa, versus una oposición que representa a los
que van de casa a la lucha y de la lucha a casa. Este subrayado constante es su
relato. Prácticamente no hay otro, ahí mismo ocultan su responsabilidad por
Santiago Maldonado, en la grieta. Y la izquierda social muchas veces se lo hace
fácil.
Un funcionario oficialista suele razonar amargamente:
"Vino Cambiemos, hizo el ajuste, y luego viene el peronismo a repartir los
frutos". Es una visión optimista: habla de siembra; pesimista también:
asume la "vuelta" inevitable del peronismo. Creen en una parábola del
grano de mostaza: este gobierno es una semilla chiquita, imperceptible, que
dejará un árbol frondoso. Continuando en modo bíblico, creen que el peronismo
es la víbora en el árbol que le dice al niño pueblo: "mordé el
fruto". El peronismo es la tentación. Es la paradoja de Cambiemos: un
gobierno que alienta una economía de mercado y se vive peleando con los hábitos
de consumo del querido pueblo argentino.
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