Por James Neilson |
A los macristas no les gusta hablar de “relato” por tratarse
de una palabra que a su entender alude a una modalidad política que fue
patentada por los kirchneristas, pero sucede que ellos también se las han
arreglado para confeccionar uno que está incidiendo en las actitudes de
millones de personas. Se basa en la idea un tanto voluntarista de que una ola
de cambio está atravesando el país con el resultado de que el kirchnerismo, y
todo cuanto significa, está hundiéndose en el pasado, llevando consigo buena
parte del movimiento peronista.
Si bien el cambio que entusiasma a los
macristas aún no ha llegado a las zonas más ruinosas del conurbano bonaerense
donde muchos recuerdan con nostalgia la Cristina triunfante de hace casi seis
años, cuando obtuvo el 54 por ciento de los votos y derrotó por un margen
ridículo a todos sus rivales, en el resto del territorio nacional pocos
fantasean con verla reinstalada en la Casa Rosada. Por el contrario, la mera
posibilidad sirve para fortalecer a Cambiemos.
Parecería que Cristina comparte el consenso de que ya ha
perdido por varios puntos frente a Esteban Bullrich en la provincia de Buenos
Aires, de modo que no le será nada fácil repetir lo de las PASO en que aventajó
al macrista por un puñado de votos. En un esfuerzo por reconquistar el terreno
que, según sus propios encuestadores, ha sido capturado por el apenas visible
candidato del oficialismo, ha decidido reinventarse. En aquella entrevista con
el periodista Luis Novaresio en que la Cristina renovada se presentó en
sociedad, no apareció la mujer combativa que bajaba línea desde la pantalla
televisiva de su época de esplendor.
La Cristina nueva es mucho más dulce que la conocida hasta
hace un par de semanas. Es una señora sensible que llora cuando piensa en lo
malos que son ciertos sujetos en que había confiado pero que nunca jamás ha
odiado a nadie, con la eventual excepción de José López, el hombre que se hizo
mundialmente célebre al tirar bolsos llenos de dólares por encima de los muros
de un convento en General Rodríguez. De más está decir que esta Cristina es una
persona muy pero muy honesta; siempre ha declarado como corresponde al fisco
todos los detalles de sus laberínticas operaciones financieras.
La imagen que está procurando proyectar la ex mandataria se
asemeja bastante a la que los estrategas oficialistas creen sería la indicada
para sus propios candidatos. Es como si quisiera disfrazarse de María Eugenia
Vidal, la gobernadora que amenaza con tomar su lugar como la gran benefactora
de los más pobres del conurbano. Se trata, pues, de su forma particular de
reconocer que el cambio de clima, del que la irrupción para ella sorpresiva del
macrismo fue un síntoma alarmante, podría resultar ser irreversible y que por
lo tanto a quienes quieren conservar su lugar en el mundillo político no les
queda más opción que la de adaptarse a tal realidad o verse consignados a un
pasado que no volverá.
Para Cristina, ya es demasiado tarde para modernizarse, como
dirían los macristas que creen estar derribando obstáculos para que el país
pueda entrar en el siglo XXI. Mal que le pese, la ex presidenta encarna en su
persona un período determinado que se vio signado por violencia verbal,
clientelismo exagerado, la mendacidad, corrupción en escala industrial,
promesas fatuas y un grado de irresponsabilidad difícilmente concebible. Para
que nadie lo dude, todos los días surge nueva evidencia sobre el latrocinio
sistemático que fue practicado por individuos vinculados con la cosa nostra
kirchnerista y sobre los crímenes execrables que se cometieron bajo la égida de
la señora, entre ellos el presunto asesinato del fiscal Alberto Nisman justo
cuando se preparaba para denunciarla ante una omisión del Congreso por encubrir
a jerarcas de la República Islamista de Irán acusados de estar detrás del
atentado contra la sede de la AMIA en que murieron 86 personas.
Al propagarse la sensación, o ilusión, de que a lo sumo
Cristina puede aspirar a ser jefa de un partido vecinalista cuyas dimensiones
se reducirían inexorablemente en el caso de que el Gobierno lograra hacer mella
en la pobreza extrema, son cada vez más los referentes peronistas que están
dándole la espalda. Sergio Massa, Florencio Randazzo, Juan Manuel Urtubey,
Miguel Ángel Pichetto y otros le han dejado saber que si, como es muy probable,
entra en el Senado, tendrá que hacer rancho aparte porque la boicotearán los
demás.
Para ellos, y para los macristas, la mera presencia de
Cristina en la Cámara alta impedirá que el peronismo evolucione en una
agrupación capaz de ofrecer una alternativa viable a Cambiemos, razón por la
que muchos compañeros rezan para que la arquitecta egipcia, o lo que sea, se
jubile cuanto antes, mientras que los hartos de vivir bajo la sombra del
general esperan que siga ayudándolos por un rato más en el rol de piantavotos.
Desgraciadamente para la ex presidenta, no le será dado
desempeñar el papel lucrativo de una estadista ilustre cuyas opiniones merecen
respeto que, si tuviera las manos limpias, sería suyo. De funcionar mejor el
sistema judicial del país, ya estaría entre rejas porque son tantos los cargos
en su contra y es tan abrumadora la evidencia que los respalda que le sería
imposible atribuir sus problemas con la Justicia a nada más que algunos
deslices contables menores o a su desconocimiento de lo que hacían sus
subordinados más notorios.
Hasta nuevo aviso, su destino dependerá más de su hipotético
poder político, es decir, del apoyo de los votantes de La Matanza y otros
distritos del conurbano, que de la astucia de sus abogados. Ya no puede confiar
en el letargo de un sistema judicial en que, como podría asegurarle Carlos
Menem, es normal que trascurran décadas antes de que políticos que cuentan con
el apoyo de sus congéneres se vean condenados por sus fechorías.
En cuanto los jueces que están pisando los talones de
Cristina lleguen a la conclusión de que ordenar su detención no les ocasionaría
problemas insuperables, le será necesario elegir entre la cárcel y, si logra
salir a tiempo, el exilio en un país dispuesto a darle refugio. Lo entienden
muy bien Elisa Carrió, Graciela Ocaña, Mariana Zuvic y Margarita Stolbizer que,
para extrañeza de varones que suponen que sería poco caballeresco ensañarse con
una mujer, desde hace años están encabezando la ofensiva político-judicial
contra la “asociación ilícita” K. Para ellas, el que Cristina esté por
conseguir un escaño en el Senado no basta como para permitirle continuar en
libertad.
Todo hace prever que, luego de haber ido por todo, el
kirchnerismo tenga que conformarse con terminar como una secta izquierdista
rencorosa más, si bien una de características que merecerían el desprecio de
los seguidores de Marx, Lenin o Trotsky. Las perspectivas frente al peronismo
son más difusas. Con todo, puesto que a partir del fracaso del modelo
corporativista original que fue ensamblado por Perón el movimiento ha hecho de
la incoherencia su principio rector, a sus líderes no debería serles difícil
acompañar el cambio que está impulsando Mauricio Macri y quienes lo rodean. Lo
harían con el propósito de sacar provecho de la probable voluntad ciudadana de
probar suerte con algo diferente luego de cuatro, ocho o más años de ser
gobernada por una coalición pragmática que, para los acostumbrados a aventuras
emocionantes, es muy aburrida.
Tal eventualidad no parece preocupar a los macristas; los
más lúcidos juran estar convencidos de que ningún sistema democrático puede
funcionar sin que haya dos partidos o, si se prefiere, movimientos grandes que
pueden alternarse en el poder. Aunque algunos han comenzado a hablar de lo
conveniente que sería que su gestión durara veinte años, dicen no soñar con
protagonizar un tercer, o cuarto gran movimiento histórico ni nada por el
estilo.
De reformarse el peronismo para que de sus entrañas nazca
una opción viable a Cambiemos, los macristas tendrían derecho a atribuirse una
parte del mérito de lo que para los escépticos sería un auténtico milagro, pero
antes de que algo así resultara factible, los compañeros tendrían que someterse
a un baño gélido de autocrítica a fin de limitar el riesgo de una recaída en el
autoritarismo del que el kirchnerismo ha sido la manifestación más reciente.
Desde mediados del siglo pasado, se han escrito tantos
obituarios del peronismo que una colección completa llenaría bibliotecas
enteras, pero es tan fuerte el poder de atracción del movimiento que, como
sucedió con los inmortales del imperio persa, quienes abandonan sus filas se
ven reemplazados enseguida por otros más jóvenes para que permanezca constante
el número de compañeros.
Aunque en teoría todavía hay tantos que, de reunirse,
estarían en condiciones de restaurar la hegemonía perdida, la posibilidad de
que algo así ocurra es escasa. Lo único que todos tienen en común es la
adhesión, sincera o fingida, a la noción de que fue merced casi exclusivamente
a Juan Domingo Perón y su segunda esposa, Evita, que una multitud de pobres
rezagados pudieron integrarse a la comunidad nacional. Pasan por alto el que,
en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, lo mismo haya sucedido
en docenas de otros países sin que los presuntos responsables durmieran sobre
los laureles, sino que se esforzaron por consolidar el progreso así supuesto.
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