Por Javier Calvo
Preguntada por un periodista profesional, por primera vez en
unos 10 años, Cristina Fernández de Kirchner exhibió una vez más su solidez
retórica sin coaching, su ductilidad histriónica y una lógica de relato marcado
por medias verdades, mentiras y necedades. Nada nuevo bajo el sol.
Aun así, la repercusión pública en torno a la reaparición
mediática de la ex presidenta ratifica su protagonismo en la campaña. También
explica –más allá de los egos, el suyo incluido– su aspiración de erigirse en
la principal líder opositora a Cambiemos.
Es evidente su estrategia ahora desde la provincia de Buenos
Aires y luego en el Senado, pese a que no sería lo mismo si entra ganadora que
segunda, obviamente. La explicitó desde un supuesto renunciamiento patriótico
con el que hizo título principal Página/12: “Si en el 2019 soy un obstáculo
para ganar, me excluyo”. Eso mismo dijo hace unos meses ante unos fans de C5N
pero en relación a su candidatura como senadora. Ahí la tenemos. Tampoco la
ayuda a resultar creíble en este punto el mensaje enviado días atrás a los
candidatos peronistas que le compiten en territorio bonaerense, que se podría
sintetizar conceptualmente en un “Unámonos y vengan a mí”.
Dejemos de lado si tiene éxito en convencer a los votantes
de que es la única o la mejor opción electoral al oficialismo. También las
explicaciones que deberá dar a la Justicia sobre su multiplicación patrimonial
y los escándalos de corrupción de su gestión (difícil que le alcance con hacer
puchero como ante Novaresio por los bolsos de López en nombre de los jóvenes
que se tatuaron los rostros de El y Ella, en vez de asumir la cleptomanía de
gran parte de su administración). O la investigación sobre el acuerdo con Irán,
que debería ser llevada por un magistrado serio, no por Bonadio. Ni hablar si
algún juez valida el tardío y curioso peritaje de Gendarmería en torno a la
muerte de Nisman.
Corramos todo eso. No son temas menores, ni mucho menos,
pero no van al meollo de esta mirada. Porque lo que se quiere plantear aquí es
que la centralidad de Cristina está siendo al mismo tiempo un problema y una
solución. Valga la aparente contradicción.
CFK es un problema para un peronismo que no suele digerir en
paz sus derrotas presidenciales y busca revancha en el siguiente turno
ejecutivo. En casi tres décadas y media de democracia, el peronismo nunca fue
derrotado dos veces seguidas a la hora de elegir presidente.
Por ello es que están aquellos dirigentes peronistas que
pretenden dar vuelta la página, con mayor, menor o nulo grado de autocrítica
honesta. A gobernadores, intendentes, legisladores y candidatos acaso los
aliente más la necesidad que el convencimiento. Nuestro sistema ha engendrado
al Poder Ejecutivo Nacional como el principal partido político del país, a
partir de la enorme maquinaria de fondos de la que dispone, convenientemente
unitaria.
Ese sector cree que en dos años no habrá chance electoral
para el peronismo (y para ellos) si Cristina sigue marcando la cancha en la que
se juega. Difícil hablar de renovación si lo que se muestra es más de lo mismo,
de lo que ya hubo y duró doce años. El pragmatismo peronista, y ese ímpetu por
ganar, explican las volteretas de varios que vuelven a abrazar a CFK como si
acá no hubiera pasado nada. Pero vaya si pasó.
Esa es la razón por la que el problema del peronismo
atomizado o tras un liderazgo sin amplio respaldo social termina siendo una
solución para Cambiemos. “Lo mejor que nos puede pasar es que Cristina sea
candidata en 2019”, confiesa sin rubor un funcionario macrista de la primera hora.
En el oficialismo, donde con optimismo reprimido se da por
descontado un cómodo triunfo nacional en un mes, ya se plantean escenarios
futuros de más mediano y largo plazo.
Se analiza allí que el protagonismo cristinista tiene un
doble efecto benéfico para Cambiemos. Por un lado, aturde al peronismo y todos
aquellos que tratan de mostrarse como superadores de la era K. Citan los casos
evidentes de Massa y Randazzo, sumergidos en las encuestas serias producto de
la alta polarización, un fenómeno inusual en un comicio de renovación
legislativa.
La segunda consecuencia positiva a los ojos del macrismo es
que la ex presidenta sigue liderando con comodidad el ranking de dirigentes con
peor imagen del país, de acuerdo a estudios que no solamente circulan por la
Casa Rosada o la Jefatura de Gabinete.
El Gobierno logra así, gracias a la tan meneada grieta,
disimular o superar sus propias insuficiencias de imagen o de gestión, en nombre
de un posible regreso al pasado que está ahí, que le responde lo que quiere y
como quiere a Novaresio.
Igual, el dinamismo de los procesos sociopolíticos
argentinos obliga a evitar conclusiones apresuradas. El mismo PRO puede dar fe
de ello, cuando parecía condenado a ser apenas una fuerza vecinal.
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