Por Natalio Botana |
Hay malestar en las democracias del siglo XXI. Siempre hay
excepciones -Canadá, por ejemplo, o los países escandinavos-, pero si echamos
una mirada sobre Europa, los Estados Unidos y América latina, el panorama
cambia y se oscurece.
Una explicación esquemática de esta circunstancia resaltaría
los efectos negativos que acarrean la globalización y las crisis económicas,
ambas combinadas con la mutación tecnológica que recorre el planeta.
En
realidad, la explicación es más compleja, porque en ella interactúan otros
fenómenos, como las migraciones y los refugiados; el terrorismo de raíz
islámica, y la resurrección de antiguas tradiciones ancladas en el
nacionalismo, la xenofobia y el desprecio de la cultura de la tolerancia.
Las elecciones del domingo pasado en Alemania pusieron una
vez más sobre la mesa esos legados. Según venimos advirtiendo, al menos desde
el último quinquenio, se está difundiendo por el mundo de las democracias un
temperamento reaccionario que repudia la lenta y difícil consolidación de las
democracias. Hoy, lo que hasta hace muy poco parecía afirmado con cimientos
sólidos oscila y se interna en un paisaje dominado por la incertidumbre. Aunque
no lleguen al gobierno, los reaccionarios logran en parte imponer su agenda.
Este choque entre un pluralismo constructivo, aún vigente
pese a las contrariedades, y un pluralismo negativo que pretende arrasar con
aquél sin ofrecer alternativas aptas para forjar nuevos espacios de
reconocimiento cívico está generando un empate difícil de resolver, más aún
(otra herencia del pasado totalitario) cuando la locura de una guerra nuclear
no se ha disipado.
Sobre este telón de fondo se desenvuelve el argumento de
nuestra política al borde de las próximas elecciones. Es un argumento que
adopta características propias y, al mismo tiempo, recoge muchos de los
conflictos que hoy estallan más allá de nuestras fronteras: a la voluntad de
cambio que reflejan las encuestas identificando sectores sociales que apuestan
a la esperanza se suman la memoria del pasado reciente y un estilo directo de
presión política para capturar permanentemente el espacio público que, además,
no condena la violencia.
Estas formas del comportamiento político no son novedosas;
tienen, al contrario, un fuerte engarce con corrientes populares que en la
actualidad se agitan en tres clases de vacíos: un vacío legal que deja en
suspenso la coacción legítima y permite que para satisfacer su interés propio
cada facción se beneficie de la impunidad reinante; un vacío abierto por la
decadencia de la obligación política por la cual muy pocos se sienten ligados
por un sentido de responsabilidad hacia sus conciudadanos; un vacío, en fin,
que proviene del deterioro de la palabra pública, de su manipulación y del
ejercicio constante de la mentira (lo que Umberto Eco llamó "la guerrilla
de la falsificación").
Tres casos recientes ilustran estos vacíos: el primero, la
trama de impunidad que enlaza el probable asesinato de Alberto Nisman con la
desaparición de Santiago Maldonado; el segundo, la toma de escuelas porteñas
ante una supuesta modificación curricular en la enseñanza secundaria; el
tercero, el uso de discurso para borrar la corrupción del pasado inmediato bajo
el supuesto de que el vacío legal concluya beneficiando a los sospechosos de
turno.
En semejante escenario, las oposiciones al gobierno de
Cambiemos se bifurcan. Si bien el oficialismo confía en que su victoria en las
PASO pueda ampliarse hasta vencer en la provincia de Buenos Aires, las
oposiciones están jugando dos partidas simultáneas, tanto en el tablero
electoral como en el de la contestación abierta. En ésta vale todo: la
falsificación del discurso, el control de la calle, el vacío legal de la
impunidad y, en especial, el aparato que proveen para las movilizaciones las
minorías activas, pacíficas o violentas (esto último se comprobó en la
ocupación de las escuelas secundarias -una herencia de las tomas
universitarias- protagonizada por minorías militantes que descolocan a la
mayoría pasiva de estudiantes).
La acción cotidiana de este tipo de oposiciones erosiona el
régimen representativo fundado en elecciones y en mayorías fluctuantes que se
expresan en las urnas. A la vista de esta contradicción, el diseño de un
régimen político con gobiernos y oposiciones mutuamente responsable está
todavía por hacerse.
Aún nos falta recorrer el trecho que conduce a una
legitimidad compartida en la que la alternancia no traduzca una lucha entre
proyectos excluyentes y la legislación pueda al cabo encaminarse hacia un
núcleo consensuado de políticas públicas. Para ello, dos condiciones son
necesarias: que se refuerce el apoyo al gobierno en funciones y que vaya
cobrando forma el perfil de una oposición capaz de ocupar el espacio que, por
ahora, detentan contestatarios de diverso cuño.
En definitiva, de lo que se trata es de configurar un arco
moderado que reconstruya sobre nuevas bases nuestro deteriorado sistema de
partidos. En la Argentina y en el mundo de las democracias, los sistemas
tradicionales de partidos están en entredicho, pero esto no significa que haya
desaparecido del horizonte la exigencia de contar con partidos renovados y
coaliciones convergentes que sepan poner coto a las contestaciones extremas y
encarrilen el país hacia metas de mediano y largo plazo. Ésta es la cultura
deseable que, en este tiempo, se está desvaneciendo en los Estados Unidos y
Europa, y ésta es la reconstrucción que no debemos demorar ante una declinación
ostensible del principio de igualdad, sin el cual las democracias se encogen y
achican el espectro de la ciudadanía.
Precisamente, como acaba de recordar Osvaldo Guariglia en su
admirable libro póstumo Democracia,
república, oligarquía, sobre el principio aristotélico de la "igualdad
de los hombres libres" (ahora -es obvio- extendido a la mujer) se fue
elaborando, a lo largo de siglos y milenios, la democracia representativa y
republicana que nos sigue convocando. Esta convocatoria debería ampliar el arco
de los que sostienen los valores republicanos y representativos. Por ahora,
este arco es todavía estrecho.
En este sentido, es imprescindible aceitar el resorte del
sistema representativo. Si este sistema llegase a fallar, presa de un
faccionalismo acrecentado en el Congreso o de unos partidos que no atinan a
renovarse, seguirán creciendo las otras oposiciones que apuntan a la
contestación directa y a empujar el país hacia la política de lo peor. Estos
dualismos, que el lenguaje de moda denomina grieta, tienen entre nosotros
antiguo arraigo, no van a dejar la escena y, para no exagerar, fueron en el
pasado mucho más violentos que en el presente. Razón suplementaria para sacar
provecho de estas lecciones que trae la historia y no la praxis militante de la
memoria.
Éstas son algunas de las razones y pasiones que entablarán
su partida dentro de un mes. Por lo que se advierte, hay entusiasmo justificado
en el oficialismo. Sería deseable que ese entusiasmo se proyecte también en
otras filas, porque no es lo mismo una oposición para el nuevo siglo con
vocación responsable que una oposición que se encapsula bajo la férula de liderazgos
dominantes que no han cumplido, en el plano cívico, con el mandamiento que dice
no robarás. Esta frontera ética debería trazarse entre nosotros con el espíritu
que impregnó el Nunca Más.
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