Por Sergio Sinay (*)
En los aeropuertos, esos espacios desangelados que el
antropólogo francés Marc Augé definió como “no lugares”, las personas, sean
pasajeros, empleados, tripulantes o vendedores, suelen desplazarse como zombis
o como fantasmas.
Incluso quienes viajan en pareja, en familia o en grupos,
parecieran haber suspendido todo lazo real entre sí. La identidad se disuelve.
Los encargados de seguridad, de escanear equipajes o de controlar pasajes
disponen de pronto de un pequeño poder (acaso el único en su vida) que ejercen
como carceleros. Una vez que el viajero ingresa a esos espacios pierde todos
sus derechos, y si cree tenerlos, la letra chica se encargará de desmentirlo.
Su tiempo, sus pertenencias, entre otras cosas, ya no le corresponden. Harán
con todo eso lo que les plazca y no le darán una sola explicación. Tampoco una
disculpa o una reparación. Sólo tiene una libertad, y es condicionada y
manipulada: la de comprar y consumir. Podrá recuperar lo confiscado cuando
llegue a destino y atraviese la puerta de salida.
En todos estos “no lugares” dentro del país, centenares de
ojos observan a los pasajeros, interpelándolos, desde pantallas, afiches y
carteles. Pero los viajantes no lo advierten, obnubilados con sus compras, las
pantallas de sus celulares y computadoras o simplemente sumidos en su
sonambulismo. Sólo habría que levantar la vista y prestar atención. Detenerse
un momento. Hacer contacto y registrar. Las pantallas, afiches y carteles
muestran caras de personas desaparecidas. Hombres, mujeres, niños. Hay jóvenes,
de mediana edad y viejos. Allí figuran sus nombres, sus edades, sus lugares de
residencia y las fechas y zonas en que fueron vistos por última vez. Algunas de
esas fechas son recientes, otras más lejanas, varias de ellas cercanas a la
década. Se pide información sobre paraderos. En ciertos casos se ofrece
recompensa, no porque sean delincuentes, sino porque alguien los extraña, los
necesita y los espera. Porque los ama.
Ausentes, son presencias contundentes, tangibles, convierten
a los “no lugares” en espacios donde resuenan preguntas urgentes, dolorosas,
que angustian e indignan. ¿Qué ocurrió con ellos? ¿Quiénes y cómo los están
buscando? ¿Qué hizo o hace el Estado para garantizar sus vidas, su rescate, su
presencia? ¿Quiénes, cómo y con qué se acercaron a sus familiares, a sus
tutores, a sus seres cercanos y queridos? ¿Dónde están? Duele mantener la vista
en esos rostros. Cada foto registra un momento de una vida real. Un momento en
el que pensaban y sentían algo. Hay de todo. Los que ríen, los que miran
lejanías, los que posan, los que se ven en calma, los que no. ¿Qué es de ellos
hoy? ¿Sufren? ¿Qué recuerdan? ¿Qué necesitan? ¿Viven?
En las imágenes exhibidas en los “no lugares”, ellos están
más presentes que tantos de los presentes. Llamándonos. Negándose a ser polvo
de olvido. Piden un minuto menos de duty free, un momento menos de computadora
o celular, el simple y poderoso ejercicio de levantar los ojos y observar el
mundo en que se vive, registrar que está poblado por otros. Prójimos, congéneres.
Y ausentes. ¿No son desapariciones forzadas las de ellos, las de muchos o acaso
todos? ¿No han sido invadidos de manera impune en el más sagrado de los
territorios de cualquier persona, el de su cuerpo? ¿No les fue arrebatada su
libertad de disponer de él? ¿No son humanos sus derechos? ¿Quién, de todos los
que gobiernan y gobernaron (sobre todos estos últimos, empezando por la más
inmoral de sus representantes) o de los que se rasgan en protestas
políticamente correctas los nombra o los considera? ¿Qué hace o hizo por ellos
la mascarada de justicia que reina en los tribunales y juzgados? ¿Hay ausencias
que valen más que otras? ¿Qué dan mejores réditos? ¿Qué favorecen la autoimagen
progre? Si la respuesta es afirmativa, hemos regresado a épocas anteriores al
Iluminismo, cuando nacieron las ideas de individuo, de libertad y de derechos
que hoy se nombran banalmente. O quizás jamás salimos de aquella oscuridad
inicial.
(*) Escritor y periodista
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