Por Gabriela Pousa |
Llámese “grieta”, llámense diferencias. Gusten o no
estas existen desde el momento en que viendo el desborde en una movilización,
se nos estruja el alma por ese regreso de la barbarie versus la
civilización.
Que se llame grieta o división da igual. Es una de
las escasas excepciones a la regla porque el vocabulario trasciende las
definiciones maniqueas.
Que hay dos Argentinas no es noticia, en este mismo
espacio escribí sobre ello hace tiempo. Fui más allá y sostuve que quizás
hay una tercera solapada entremedio. Fue en el año 2012 en
ocasión de un paro de subterráneos que dejó a miles de trabajadores varados.
Nunca fue este un país sencillo para el análisis,
los argentinos son seres intrincados, saben lo que no quieren pero a la hora de
luchar por ello, muchas veces miden el termómetro de lo políticamente
correcto. Hay razones: doce años de miedo, miedo a proclamar que no se
compartía el pensamiento del ex gobierno. Doce años que han dejado una
generación diezmada hasta el tuétano.
El hartazgo, el deseo de cambio se plasmó finalmente
en las urnas, afanosas de volver a la república. Pero hoy parece que nada
alcanza, que nada es suficiente para explicar que el tiempo del miedo y del
relato se ha acabado. Al periodismo en particular, le cuesta demasiado
retomar el rol que jamás debió haber abandonado. La impuesta corrección
política sigue desvirtuando el escenario.
Muchos piensan “blanco” pero dicen “negro” porque
es lo socialmente aceptado. Una falacia porque la sociedad ya no acepta
ciegamente nada. Habrá que esperar un lustro quizás hasta disipar la
insensatez de no atreverse a decir lo que se piensa, lo que se cree. El
cambio es un proceso, no se da de la noche a la mañana como no se acostó un
señor feudal en la Edad Media y amaneció luego en la Moderna.
La desesperación de la derrota cala hondo en
quienes se creían inmortalizados en el poder. La justicia acecha, ese es otro
error. La justicia debería obrar, no amenazar. Una pena. Lo cierto
es que el temor ya no es exclusivo de la gente. Los ex dirigentes empezaron a
temblar, a experimentar lo que antaño sentía buena parte de la sociedad.
Acá vuelve a verse con claridad que la división, la
grieta o la diferencia están. Nosotros temimos en paz, ellos temen en guerra.
¿Cómo pretender hacer desaparecer la brecha? No nos une el amor ni el espanto
siquiera.
Atrapada en su laberinto, Cristina Fernández de
Kirchner rocía con nafta la resina y la leña. Pretende volver al
obsoleto slogan de “yo o el caos” pero ya está claro que el caos es el “yo” de
ella. No hay distinción.
En este contexto, Santiago Maldonado es
apenas una excusa, un utilitario y eso duele más que todo el juego burdo y
los antagonismos que pueden leerse en redes o verse por la tele.
Si alguien necesita y quiere a Maldonado vivo es el
Presidente de los argentinos, no hay duda de ello. No hay beneficio de otro
modo. A este gobierno le importa el ser humano. Del otro lado en cambio, lo
buscan prefiriéndolo muerto para justificar el desborde y esta moda arcaica
pero peligrosa del “anarquismo posmoderno”; una sandez sin base ideológica, una
bohemia trágica, una ignorancia sin máscara. Las caras tapadas no
tapan nada. Paradojas de un pueblo que aprendió a ver del derecho y del revés.
Hace rato que quieren tirarle un muerto al
oficialismo, proyectan el escenario de Kosteki y Santillán en un país que ya no
es el mismo. El delicado equilibrio a mantener es mísero: y entonces se vuelve a la
trampa de discutir si hay que hacer un shock o apelar al gradualismo.
“Siempre llega un tiempo en qué hay que
elegir entre la contemplación y la acción: eso se llama hacerse hombre”, decía
Albert Camus. Le cabe también a las naciones. Ya no se puede contemplar este
circo de violencia inaudita esperando se sosiegue por cansancio o desgaste de
sus adláteres. Mañana puede ser tarde. Tampoco puede entrarse en su
juego. Es complejo el desafío para Cambiemos. Apoyarlo es decisivo.
El pasado no puede ser mero recuerdo que vuelve
ahora a ser recordado, el pasado debe ser más que nunca hoy: la lección. Y
quienes estamos de este lado de la grieta hemos de demostrar que
aprendimos. Ha habido cientos de argentinos cuyos paraderos
desconocemos y no hubo reclamos por ellos, si Maldonado no hubiera desaparecido
en la previa de una elección, permítaseme dudar si las voces pidiendo por él
sonarían igual o el silencio hubiese vencido.
La unión de todos es otro slogan inútil que suena
lindo. Jamás agua y aceite se han unido. Imposible pretender que gente de bien
y de principios vea a un vándalo que rompe la ciudad y pega a la autoridad como
un igual.
Hay que dejar de lado el romanticismo y decir las
cosas como son aunque no suenen bonito. Hay una grieta, y es justamente esa
grieta la que nos garantiza hoy que todavía es posible vivir mejor. La
Argentina no es una, no tiene por qué serlo al menos en lo inmediato donde ni
el lenguaje es similar, ni las intenciones son las mismas. En definitiva lo que
importa es que cada una respete los límites de la otra. A esos límites hay que
custodiar.
Quienes quieren la violencia pueden pues empezar a
vivir su Argentina entre rejas. Los otros ya lo hemos hecho demasiado tiempo,
atrincherados por miedo. Luego elegimos y ganamos. De este lado de la grieta
debemos hacer valer los derechos que votamos.
La grieta no nos menoscaba como país cuando hay
diferencias que engrandecen la raíz. Separemos las aguas en lugar de
mezclarlas. Así lo hizo Moisés y el pueblo judío avanzó hacia su paraíso.
Valgan las parábolas, valgan las metáforas.
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