Por Jorge Fernández Díaz |
Éramos unos imbéciles. Habíamos devorado toda la
literatura setentista, teníamos nostalgia de lo que no habíamos vivido y
estábamos deseosos de formar parte de aquella "épica patriótica".
Rondábamos los veinte y pico, pertenecíamos a la generación de Malvinas y
participábamos de algo preciso pero inarticulado: un cierto nacionalismo de
izquierdas que acompañaba al proletariado hacia su futuro de gloria.
Cuando en
1983 el "pueblo" fue derrotado en las urnas, no salíamos de nuestra
perplejidad: aquel resultado tenía que ser el fruto del lavado de cerebro de
los militares y de los medios, y aquel vencedor debía forzosamente ser el
heredero del Proceso y el candidato de las multinacionales. Dios mío: Alfonsín
era la derecha. ¡La derecha! Y ese malentendido nos habilitaba a plegarnos a
marchas y a huelgas, y a luchar para erosionarlo y para que esa
"aberración histórica" fuera urgentemente reparada. De esa
imbecilidad juvenil muchos nos fuimos con rapidez y para siempre; otros
regresaron a ella con el fenómeno kirchnerista.
El testimonio personal, que aún hoy me resulta
doloroso, sólo vale para probar que la historia argentina se mueve en círculos.
Ahora melancólicos de los setenta y ex comunistas reconvertidos en súbitos
peronistas de Palermo Fashion han recibido una transfusión de juventud: nuevas
camadas surgidas de los doce años de adoctrinamiento del Estado y de la
irresponsable glorificación montonera operada por el Frente para la Victoria en
escuelas y medios públicos. Hoy todos juntos, jóvenes y veteranos, parecen
deseosos de embarcarse en esta flamante gesta romántica que no tiene costos:
luchar valientemente contra el nuevo heredero de Videla y el gran personero de
las multinacionales (producto también del lavado de cerebro) y lograr por
supuesto que esta nueva "aberración histórica" sea urgentemente
subsanada. Que regrese el partido único, la Patria, y que muera el
neoliberalismo. Dicho sea de paso: el vocablo "neoliberal" contiene
muchas acepciones teóricas, pero en boca de los kirchneristas ya es sinónimo
directo de capitalismo. La idea de fondo es que cualquier democracia
republicana es sólo una triste democracia formal y que cualquier capitalismo,
incluso el que haya desarrollado un robusto Estado de Bienestar, resulta
nefasto, con lo que Occidente por entero es una ficción completa, los exitosos
emergentes de Asia y África están ciegos y van al fracaso, el PC chino
traiciona a Mao al defender la globalización y prácticamente no hay nación
sobre la Tierra que no esté contaminada de este virus destructivo. Salvo tal
vez la próspera Cuba, donde reinan el ascenso social y el pluralismo; la
tranquila y ejemplar Corea del Norte, o quizá Venezuela, pero no conviene
menear este último punto cardinal: los chavistas están regalando conejos para
mitigar el hambre, en lo que constituye una muestra palmaria de la
modernización y la prosperidad del modelo bolivariano.
Alain Rouquié prueba en El siglo de
Perón que el programa de la Internacional Populista no fue una
revolución sino un simulacro. Sus distintas encarnaciones, aun las más
radicalizadas, han triturado las instituciones democráticas pero no han
modificado las estructuras económicas de fondo. Practican el "como
si", explica Rouquié, aludiendo a la mera teatralización revolucionaria.
En tiempos de virtualidad, el neopopulismo argentino propone un videojuego
lleno de emociones fuertes con el que no se corren riesgos reales. Salvo cuando
el jugador alucina y confunde juego con realidad y pretende seguir disparando
fuera de la pantalla.
Esa ritualización precisa hitos verdaderos y falsas
equivalencias: la agonía del régimen de Maduro es el ocaso del régimen de
Perón; los despidos de ñoquis y militantes de La Cámpora son las purgas de la
Fusiladora; las causas judiciales contra la Pasionaria del Calafate son las "revanchas"
de los tiempos de Aramburu; los múltiples expedientes de Milagro Sala por
presuntos delitos graves son la confirmación de que hay presos políticos, y el
inadmisible episodio de Santiago Maldonado es la evidencia de un plan
sistemático de desaparición de personas y represión ilegal.
A este caldo de cultivo, a esta peligrosa patología
de secta lúdica, se suman los gestos de Cristina Kirchner: se negó a entregar
los atributos simbólicos del poder al presidente votado por la mayoría de los
argentinos, intentó instalar de cien formas distintas que este gobierno carecía
de legitimidad, alentó durante 18 meses la idea de que Macri era una
"basura" y que reescribía el proyecto de la última dictadura
castrense, insinuó a través de sus delfines que éste había incurrido en un
fraude para ganar las primarias y sostiene, aun en esta fase pasteurizada y
preelectoral, que en la Argentina "no hay un Estado de Derecho".
Significativamente, ni ella ni sus adláteres
repudiaron los actos violentos que se sucedieron. Y entonces resulta que este
país se está acostumbrando a despertar con noticias de intifadas en las calles,
sobres-bomba, ataques con molotov, apuñalamiento con facas en manifestaciones,
incendio de coches y motos, amenazas de muerte, fotos públicas del presidente
constitucional con disparos en la frente y delirantes llamados a las armas en
las redes sociales. Quien calla otorga. O alienta.
Esta peligrosa dinámica amenaza con funcionar sola,
es piantavotos y va in crescendo. Está acompañada por una parte del
trotskismo (para el que siempre están dadas las condiciones prerrevolucionarias
en la Argentina) y sostenida sobre la base de una descripción ideológica que
resulta un exabrupto y conlleva una ofensa: la exageración no permite reconocer
pacíficamente el triunfo de las urnas y la alternancia democrática; casi
cualquiera que no desarrolle en estos días esa militancia feroz es un cómplice
por acción u omisión de los "dictadores". Y este ninguneo, esta
localización de los demás en la sombra maldita, esta insólita extorsión
autoritaria ahonda la grieta, hace mella en otros "progres"
independientes y otras almas bellas, y paradójicamente mejora la mirada popular
sobre Cambiemos, al que por contraposición a tanta desmesura, esperpento,
intimidación y desmanes le perdonan tal vez lo que no deberían. Que una y otra
vez demuestre indolencia política con temas que escapan al rango tecnocrático.
Cambiemos debió haber entregado preventiva e inmediatamente a los gendarmes
sospechosos del caso Maldonado, aunque sin dejar de preservar a la Gendarmería,
que es una institución valorada en su lucha contra el narco, en sacarles las
papas del fuego a intendentes y gobernadores cuando la inseguridad los desborda
y en realizar peritajes decisivos, como en la muerte de Nisman. Una cosa es la
institución; otra muy distinta son los hombres. El Gobierno debió confeccionar
un protocolo más lúcido, y la verdad es que no recibió todo el daño que esa
torpeza inicial merecía, justamente por la agresiva desproporción que adoptaron
sus antagonistas. No es que seamos buenos, sino que los otros son un desastre y
meten miedo, podría recitar el oficialismo. Con una mano en el corazón, ¿a
quiénes creen que benefician los kirchneristas asociándose alegremente con RAM
y Quebracho, desplegando un discurso bélico y apocalíptico e impulsando la toma
de treinta colegios? Parecen acciones ideadas por Durán Barba y rentadas por
Marcos Peña. Les recuerdo un dato histórico: nuestra exaltación imbécil de los
primeros años ochenta no hizo otra cosa que fortalecer a Raúl Alfonsín en las
elecciones de 1985. A Dios gracias.
© La Nación
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