Por James Neilson |
Decía George Orwell que “hay ideas tan absurdas que sólo un
intelectual es capaz de creerlas”. Una es que, si no fuera por el imperialismo
yanqui, la “revolución bolivariana” del extinto comandante Hugo Chávez haría de
Venezuela un dechado de justicia social. Así y todo, a pesar de las muchas
calamidades que han ocurrido en los años últimos, aún hay dirigentes políticos
que se resisten a criticar al régimen brutal de Nicolás Maduro por temor a ser
calificados de derechistas, de ahí “la hipocresía” de quienes “han mantenido un
silencio cómplice” frente a lo que está ocurriendo en Venezuela a la que aludió
hace poco el jefe de gabinete Marcos Peña.
El fastidio que siente el hombre fuerte del gobierno del
presidente Mauricio Macri puede entenderse. Como otros oficialistas, cree que
Cristina nos llevaba hacia un destino venezolano y le molesta sobremanera que,
a pesar de su solidaridad con una dictadura militarizada groseramente inepta,
la ex presidenta podría conseguir muchísimos votos en las PASO del 13 de agosto
y, quizás, un par de meses más tarde en las elecciones de verdad, a costillas
de quienes dicen haber logrado salvar al país de una catástrofe tan terrible.
Que este sea el caso no debería sorprendernos. Sería poco
razonable esperar que una sociedad que se ha negado a aprender de la
experiencia propia prestara mucha atención a la ajena. Asimismo, si bien por
motivos comprensibles los kirchneristas y otros de mentalidad parecida son
reacios a hablar de la situación atroz en que se encuentra el país que les
había servido de modelo, sería un error subestimar la voluntad de los más
exaltados de aferrarse a lo que, algunos años atrás, tomaron por una
alternativa al “pensamiento único” predominante en el mundo occidental. Lo que
tales personas ven en Venezuela no es la agonía de una versión paródica,
lumpen, del sueño revolucionario, sino una batalla épica entre los defensores
de un “pueblo” supuestamente libre y los vendidos al satánico imperialismo
neoliberal.
Hasta ahora, la tragedia venezolana ha incidido muy poco en
la campaña electoral. Podría hacerlo si, como algunos prevén, en las semanas
próximas se desata una auténtica guerra civil al alzarse en rebelión unidades
militares disconformes con el papel indigno que Maduro les ha confiado, pero lo
más probable es que siga por un rato largo el caos apenas contenido de los
meses últimos, con su cuota diaria de asesinados por las fuerzas represivas,
detenciones de opositores, hambre, enfermedades, hiperinflación y pobreza cada
vez más angustiante.
No cambiaría mucho la eventual caída de Maduro luego de un
golpe de palacio; sería remplazado por alguien menos torpe y mucho más duro. En
cuanto a la presión externa, que se ejercerá a través de notas diplomáticas
vehementes, sanciones financieras para incomodar a los chavistas más notorios
y, tal vez, embargos comerciales que harían todavía más miserable la vida de la
mayoría de los venezolanos, sólo fortalecería a un régimen que, lo mismo que el
cubano, atribuye todos los males a una conspiración internacional encabezada
actualmente por Donald Trump.
Cuando Karl Marx, glosando una frase de Hegel, señaló que
los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen “una vez como
tragedia y otra vez, como farsa”, no pensaba en el futuro del movimiento que él
mismo inspiraría. Si bien sería injusto atribuir al pensador alemán “el
socialismo del siglo XXI” tropical, el marxismo tiene su lugar entre los
antepasados del chavismo, de ahí la simpatía que siente por el fenómeno ciertos
intelectuales y políticos izquierdistas del llamado Primer Mundo. En buena
lógica, los marxistas mismos deberían ser los primeros en entender que
sociedades, como la venezolana, que habían sido incapaces de hacer funcionar el
sistema capitalista, no podrían construir un orden socialista viable; así y
todo, muchos aplauden los esfuerzos por aplicar en países atrasados esquemas
que, según el fundador del credo, serían apropiados para los más avanzados.
La mayoría de los venezolanos decidió confiar en Chávez por
entender, sin equivocarse, que con la clase política tradicional en el poder,
sólo le aguardaría más pobreza, más corrupción y un grado mayor de inequidad.
Cuando Chávez se acercaba al Palacio de Miraflores, el país dependía casi por
completo de sus inmensas reservas petroleras. Poco ha cambiado. Venezuela
cuenta con tierras agrícolas abundantes, pero no puede alimentarse sin
importaciones. Su industria es un simulacro patético, como quedó evidente al
estallar hace tiempo la gran crisis del papel higiénico que, desde luego, no ha
sido resuelta.
Aunque merced al petróleo Venezuela ha recibido el
equivalente de docenas de planes Marshall, sus gobernantes –tanto los de antes
como los chavistas–, no han sabido aprovecharlos para impulsar un mínimo de
desarrollo. La sociedad venezolana sigue siendo estructuralmente parasitaria,
una víctima emblemática de la maldición de poseer recursos naturales
abundantes.
Se trata de un detalle que los admiradores de Chávez
prefieren pasar por alto. Como un emir del Golfo o un jeque saudita, el
comandante disponía de una cantidad fenomenal de dinero sin que sus
compatriotas tuvieran que hacer nada para ganarlo salvo firmar contratos con
empresarios extranjeros. A menos que otro país contara con riquezas
comparables, pues, no le sería dado replicar la “revolución bolivariana” que,
huelga decirlo, hubiera merecido el desprecio del libertador decimonónico, pero
no sólo en América latina sino también en Europa algunos políticos se
permitieron tomarla en serio, como si se tratara de un modelo viable.
Muchos interesados en las vicisitudes del chavismo imputan
la tenacidad de Maduro y quienes lo rodean a que entienden muy bien que,
privados del poder que los protege de la ira de un pueblo estafado, tendrían
que buscar refugio en Cuba o Belarús, resignarse a pasar lo que les quedara de
vida en una cárcel fétida o sufrir una muerte dolorosa a manos de enemigos
vengativos. Asimismo, a los miembros del régimen y los “boliburgueses” que se
han enriquecido no les gusta para nada la idea de perder lo que se han
arreglado para adquirir bajo la égida de lo que califican de revolución
popular.
No se equivocarán quienes piensan de este modo, pero puede
que aún haya algunos que realmente creen en el proyecto chavista y fantasean
con triunfos por venir. Como sus mentores cubanos, Maduro parece sentirse tan
comprometido con “la revolución” de la que es un protagonista que sus propias
ilusiones le importan muchísimo más que la vida y libertad de sus compatriotas.
Si la historia de nuestra especie nos ha enseñado algo, ello
es que fanáticos que se creen con derecho a subordinar absolutamente todo a sus
propias obsesiones son muy peligrosos. Desde que empezaron las manifestaciones
cotidianas contra el régimen chavista, han muerto más de un centenar de
personas, pero no hay señales de que el baño de sangre esté por terminar. Antes
bien, es factible que se haga aún más feroz en las semanas próximas. Maduro
tiene que brindar la impresión de sentirse envalentonado por los resultados, a
buen seguro fraudulentos, de las elecciones que se celebraron el domingo pasado
para formar una asamblea constituyente cuya misión consistirá en eliminar los
últimos vestigios de democracia que se conservan en su país.
Así lo han entendido Macri, otros mandatarios
latinoamericanos que no pertenecen al ya casi vacío club bolivariano, los
jerarcas de la Unión Europea y, por supuesto, el norteamericano Trump. Para
ellos, Maduro es un dictador anacrónico, perosiempre y cuando logre sobrevivir,
la hostilidad de los pesos pesados de la política internacional no le
ocasionará demasiados inconvenientes; urgidos por Jorge Bergoglio, después de
un intervalo decente llegarán a la conclusión de que lo que Venezuela necesita
es más “diálogo”, de suerte que les sería mejor no hacer nada.
Aunque regímenes tan inoperantes, pero ideológicamente
correctos, como el cubano y el surcoreano han logrado sobrevivir por mucho
tiempo, hay que suponer que, tarde o temprano, el de Maduro se desintegrará,
dejando tras sí un país arruinado, habitado por famélicos y plagado de bandas
de asesinos que, por razones humanitarias, requería ser ayudado por la llamada
comunidad internacional. Si el desenlace resulta ser tan violento como muchos
temen, ya se habrá instalado campos de refugiados en zonas fronterizas de
Colombia y Brasil, pero para que Venezuela pronto levante cabeza sería
necesario mucho más, lo que plantearía una serie de problemas muy difíciles.
Venezuela no es víctima de un gran desastre natural o de una
guerra como la de Siria sino de los crímenes y, lo que ha sido todavía más
grave, los errores cometidos por sus propios dirigentes, a menudo con el
respaldo del grueso de la ciudadanía. Como sabemos, incluso en situaciones de
emergencia humanitaria, la ayuda financiera a países devastados por la
irresponsabilidad de gobiernos anteriores no vendrá a menos que las nuevas
autoridades se comprometan a satisfacer las exigencias de los prestamistas. Felizmente
para los venezolanos, gracias al petróleo recuperarse debería serles más fácil
de lo que sería para los griegos, pero la mayoría seguirá pagando los costos de
un experimento demencial hasta el fin de sus días.
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