Por Juan
Manuel De Prada
En un artículo muy perspicaz publicado
recientemente en El Diario Montañés, ante el espectáculo de feroz
absolutismo que se despliega en nuestra época, Enrique Álvarez añoraba aquellos
tiempos recientes en los que nos quejábamos del relativismo.
En realidad,
aquella cantinela de la «dictadura del relativismo» fue una acuñación poco fina
de Benedicto XVI que muchos repetían como loritos (más o menos como ahora
repiten la matraca de las «periferias»), por alineamiento camastrón. Pero aquel
diagnóstico de Benedicto XVI estuvo siempre equivocado; pues a muchos los hizo
creer que vivíamos en una suerte de sociedad líquida, en la que todas las
formas de pensamiento valían lo mismo y que, por lo tanto, cualquiera podía
aspirar a hacerse escuchar, aunque fuese rodeada de un coro de voces
discrepantes, e incluso (risum teneatis) a triunfar políticamente,
mediante un procedimiento electoral.
Pero el veredicto de Benedicto XVI era
candorosamente erróneo. Entonces, como ahora, no vivíamos en la dictadura del
relativismo, sino en la dictadura de la democracia entendida como religión
antropoteísta. En uno de sus escolios, Gómez Dávila explica este concepto a la
perfección: «La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan los
católicos cándidos; ni régimen político, como lo pensó la burguesía hegemónica
del siglo XIX; ni estructura social, como lo enseña la doctrina norteamericana;
ni organización económica, como lo exige la tesis comunista. La democracia es
una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso,
un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios». Esta religión
antropoteísta tolera creencias de toda índole, siempre que no se atrevan a
rozar (¡ni siquiera a toser!) su meollo dogmático; y, en su igualitarismo de
hormiguero, permite que todas valgan exactamente lo mismo: o sea, nada. Esta
religión antropoteísta puede, por ejemplo, tolerar que un señor crea en la
resurrección de Cristo, como también tolera que otro señor crea que Peter
Parker, al sufrir el picotazo de una araña, se convirtió en Peter Parker. Ahora
bien, lo que esta religión no permitirá nunca, ni al señor que cree en la
resurrección de Cristo ni al que cree en el contagio arácnido de Peter Parker,
es que se atrevan a discutir los dogmas sobre los que se asienta su culto
antropoteísta.
Entre tales dogmas se cuenta, por supuesto, la
exaltación de la libertad sexual polimorfa. En el artículo arriba citado,
Enrique Álvarez llamaba la atención sobre la unanimidad sin discrepancias con
que nuestros más diversos (y aparentemente enfrentados) partidos políticos «han
participado, se han sumado sin rechistar, han perdido el culo por aparecer
junto a la gran bandera iridiscente». Y también señalaba que este año la
celebración del Orgullo Gay no ha necesitado combatir ni escarnecer a nadie,
porque ya no existe instancia alguna que se atreva a poner objeciones a la
libertad sexual polimorfa, ni siquiera la Iglesia jerárquica; que, lejos de
salir a las ‘periferias’, es cada vez más sumisa de la ortodoxia, más buscona
del halago del mundo y el abrigo del poder, más apoltronada e incapaz de rechistar
a los dogmas de la religión antropoteísta.
A mí, desde luego, me parece comprensible que la
gente se muestre (o se finja) orgullosa de acatar los dogmas de esta religión
antropoteísta vigente; pues a la intemperie (aunque sea con mitra) hace mucho
frío. Aunque deberíamos pararnos a reflexionar si la proclamación exultante y
un tanto aspaventera de tales dogmas no esconde alguna intención aviesa.
Resulta sumamente iluminador comprobar, por ejemplo, que el éxito apoteósico
(casi fulminante) cosechado durante las últimas décadas por los movimientos que
reclaman mayores y más superferolíticos derechos de bragueta discurre
simultáneo al estrepitoso fracaso cosechado por los movimientos que reclaman
derechos laborales. Resulta curioso que una causa universal que afecta a la
dignidad humana (pues sólo un trabajo protegido permite una vida digna) se haya
erosionado tanto, admitiendo formas de contratación auténticamente esclavistas,
mientras causas particulares que exaltan las alegrías de bragueta triunfan de
forma tan aturdidora. Y me pregunto si la religión antropoteísta que diviniza
las causas particulares de entrepierna no habrá encontrado, al fin, la fórmula
infalible para lograr que los hombres dejen de luchar por las causas
universales. Me pregunto si esta religión antropoteísta, bajo la apariencia de
divinizar al hombre, no estará más bien tratando de animalizarlo; o, como diría
Marcuse, de culminar su «desublimación represiva», exaltando su genitalidad.
© XL
Semanal
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