Por Gabriel Zaid
De la cultura pueden subrayarse algunos aspectos: el
patrimonio acumulado, la forma de heredarlo o el nivel adquirido por los
herederos, lo cual se presta a confusiones. La educación acultura a los niños,
pero no es la cultura, sino una forma de heredarla. No hay inconveniente en
llamar cultura a la educación, siempre y cuando esté claro de qué estamos hablando.
Los griegos no tenían el concepto de cultura (Heidegger, Parmenides). El anacronismo de atribuir
este concepto a la palabra paideia se
entiende por la confusión entre educación y cultura, y por razones prácticas de
traducción en ciertos contextos, como lo explica Werner Jaeger (Paideia. Los ideales de la cultura griega).
Pero paideia (de pais, paidós, ‘muchacho’, como en la raíz de pedagogía) era educación. (La palabra paideia se usa todavía para el ministerio de educación, como puede
verse en www.ypepth.gr.) Significativamente, en el griego moderno se introdujo
la palabra koultoura, de origen
latino (www.google.gr).
Los romanos inventaron el primer concepto de cultura: la
cultura personal. Dieron a las palabras cultura,
cultus, incultus (que tenían significados referentes al cultivo del campo y
el culto a los dioses) un nuevo significado: cultivarse, adquirir personalmente
el nivel de libertad, el espíritu crítico y la capacidad para vivir que es
posible heredar de los grandes libros, el gran arte y los grandes ejemplos
humanos. Cicerón habló de cultura animi,
el cultivo del espíritu (Disputas
tusculanas, 45 a. C.). Naturalmente, el cultivo de sí mismo ya existía,
pero no estaba conceptualizado. Los romanos fueron “los primeros en tomar la
cultura en serio” (Hannah Arendt, La
crise de la culture).
La cultura personal puede ser favorecida, estorbada o
ignorada por la educación o la buena educación; pero es otra cosa: lo que se
hereda por el simple gusto de leer y apreciar las obras de arte, de crecer en la
comprensión y transformación de la realidad y de sí mismo, de ser libre. El
apetito de ser, de ver, de entender, de hacer, se mueve por su cuenta y aprende
sobre la marcha; incluso cuando la familia, los amigos, la escuela, la
sociedad, lo favorezcan. Todos nos educamos a todos, pero cada uno tiene que
aprender por sí mismo.
Las instituciones de la cultura personal no son las del
saber jerárquico, certificado y credencializado del mundo educativo, ni las del
éxito comercial o mediático. Son las instituciones de la cultura libre: la
lectura, la tertulia, la correspondencia, los circuitos del mundo editorial y
artístico (publicaciones, librerías, bibliotecas, museos, galerías, tiendas de
discos, salas de conciertos, de teatro, cine, danza) que organizan y difunden
lo digno de ser leído, escuchado, visto, admirado, por gusto y nada más,
ociosamente. Las “credenciales” de la cultura personal son la curiosidad, la
ignorancia inteligente, el espíritu creador, la animación, el buen humor, la
crítica, la libertad.
La Edad Media inventó la palabra modernus y el concepto de historia como progreso. En los siglos XII
y XIII, el paraíso (perdido en el pasado, entrevisto por místicos y poetas en
un presente perpetuo, esperado en el futuro absoluto del fin de los tiempos) se
convierte en misión cristiana de progreso gradual (Joaquín de Fiore, Bernardo
de Chartres, Roger Bacon). Se vuelve un paraíso deseable aquí y ahora,
cotidiano, creciente, construible. Anima el Renacimiento, la Reforma, la
Revolución, con un optimismo progresista que despierta la adhesión y la
crítica.
Para Joaquín de Fiore, la eternidad divina se despliega en
el tiempo como historia sagrada: la era del Padre, luego la del Hijo y
finalmente la del Espíritu Santo. Para Leibniz (The Ultimate Origin of Things, 1697, www.earlymoderntexts.com),
“hay un progreso perpetuo y libre del universo entero”, “que siempre está
avanzando hacia más”, sin alcanzar la perfección de Dios. Para Teilhard de
Chardin (El fenómeno humano, 1955),
en el avance cosmológico hacia Omega, van apareciendo las especies, la vida
humana y la noósfera que recubre el planeta (el mundo 3 de Popper, la atmósfera
cultural). Todo lo cual supone la humanidad entera (no un pueblo elegido) que
converge hacia más; y, por supuesto, hacia Dios.
La historia como progreso proyecta en el espacio los avances
en el tiempo: la geografía como desigualdad. Hace de la misión histórica una
misión imperialista: la redención de los pueblos atrasados. Hace del imperio,
como en Constantino, un pueblo elegido para salvar a los demás; y de la cultura
dominante, la cultura universal. La primera crítica es la religiosa: Los
apóstoles “no usaron de la fuerza corporal, ni de multitud de ejércitos”
(Bartolomé de las Casas, Del único modo
de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, 1537). Luego viene
la crítica escéptica: Llamamos bárbaros a los que tienen otras costumbres, pero
“los sobrepasamos en toda clase de barbaries” (Montaigne, Sobre los caníbales, 1580). Y, finalmente, la anticlerical.
Voltaire se burla de Leibniz (y de los ateos), pero mantiene su optimismo. Cree
en el progreso conducido por la Razón, rescatado del oscurantismo eclesiástico
y las supersticiones populares. A la Razón se debe “la prodigiosa superioridad
de nuestro siglo sobre los antiguos”. Europa ha dejado atrás a griegos y
romanos (El siglo de Luis I, 1751).
La Ilustración inventa el segundo concepto de cultura: el
nivel superior alcanzado por la humanidad. No es la cultura personal, sino
social. Incluye el patrimonio acumulado por los grandes creadores, el saber
alcanzado, el buen gusto, la pulida civilidad de las costumbres, las
instituciones sociales, empezando por la propiedad. Para Rousseau, el primero
que cercó un terreno, declaró “Esto es mío” y logró que respetaran su propiedad
fue el fundador de la sociedad civil (Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres,
1754). Para Adam Ferguson (An Essay on
the History of Civil Society, 1767), toda la humanidad está en diversas
etapas de progreso: salvajismo, barbarie o civilización. En este concepto, la
sociedad civil no es el cuerpo social intermedio entre la familia y el Estado
(Hegel), sino el estado de civilización frente al estado silvestre de la
humanidad primitiva. Lo deseable es que todos alcancen el nivel superior (los
niños, los adultos insuficientemente educados y los pueblos atrasados) y que el
nivel vaya subiendo.
La crítica aparece en la misma Ilustración, y sobre todo en
el Romanticismo. Cuando la Razón inventa la guillotina (para superar la barbarie
clerical de la quema de brujas) y somete a los pueblos alemanes (para
liberarlos del atraso), el entusiasmo por la cultura universal se nubla.
Beethoven, como otros progresistas, admiraba de lejos la Francia
revolucionaria, hasta que los invadió.
El Romanticismo inventa el tercer concepto de cultura: la
identidad comunitaria que defiende sus creencias, usos y costumbres de la
barbarie progresista. Johann Gottfried Herder recoge el tema de que la
humanidad, como si fuera una persona, se va desarrollando por grados sucesivos,
y revira una crítica radical del progreso. Ninguna etapa es superior a otra.
Cada cultura es su propia finalidad, no un paso previo a la supuesta cultura
superior. La infancia tiene sentido por sí misma, no como preparación para la
vida adulta. Ves como niñerías de un pueblo sus creencias, usos y costumbres, y
quieres generosamente dotarlo de “tu deísmo filosófico, de tu virtud y honor de
buen gusto, de tu amor por todos los pueblos en general, que rebosa opresión
tolerante, explotación y filosofía de las luces”. El niño eres tú. (Otra filosofía de la historia, 1774, en Histoire et cultures)
De Herder deriva la antropología como estudio de las
culturas particulares. Claude Lévi-Strauss, en su entrevista libro con Didier
Éribon (De près et de loin) cuenta
que Franz Boas “tenía en su comedor un cofre soberbio, esculpido y pintado por
los indios kwakiutl, a los cuales dedica gran parte de su obra. Cuando le dije
que vivir entre creadores de tales obras maestras debió de ser una experiencia
única, me respondió secamente: ‘Son indios como los otros.’ Supongo que su
relativismo cultural no le permitía establecer una jerarquía de valores entre
los pueblos”.
La crítica de la cultura occidental culmina en el siglo XX.
En 1919, ante el desastre de la guerra (1914-1918), quizá inspirado por el
libro de Oswald Spengler (La decadencia
de Occidente, 1918), Paul Valéry escribe una reflexión cuya primera frase
se volvió famosa: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos
mortales.” “Elam, Nínive, Babilonia, eran bellos nombres vagos, y la ruina
total de esos mundos nos decía poco, igual que su existencia.” “Ahora vemos que
el abismo de la historia es suficientemente grande para todos. Sentimos que una
civilización tiene la misma fragilidad que una vida.” (“La crise de l’Esprit”, Varieté i.) La frase contribuyó a la
difusión del concepto de culturas en plural, aunque se refiere a las grandes
civilizaciones, no a todas las culturas.
Se puede hablar, entonces, de un concepto clásico, un concepto
ilustrado y un concepto romántico de la cultura. El primero subraya la forma de
heredar (la frecuentación personal de los grandes libros, las grandes obras de
arte, los grandes ejemplos); el segundo, el nivel alcanzado (la superioridad de
los que están en la cumbre); el tercero, el patrimonio (todo lo que puede
considerarse propio). Pero en los tres se dan los tres aspectos. Por ejemplo,
con respecto al nivel: el concepto clásico ve la cultura como nivel personal
(en comparación con otras personas); el ilustrado, como nivel social (en
comparación con otras sociedades o estamentos); el romántico, como identidad
(incomparable). El primero y el segundo son elitistas, frente al tercero, que
enaltece la cultura popular y los valores comunitarios. El segundo y el tercero
son paternalistas, a diferencia del primero, que enaltece el esfuerzo personal.
En el concepto clásico, la cultura que importa es la mía: la que me lleva al
diálogo con los grandes creadores. En el concepto ilustrado, hay una sola
cultura universal que va progresando, ante la cual los pueblos son graduables
como adelantados o atrasados. En el romántico, todos los pueblos son cultos
(tienen su propia cultura); todas las culturas son particulares y ninguna es
superior o inferior.
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