Por James Neilson |
Como subrayaba en su libro más célebre John Maynard Keynes,
“gran parte de nuestras actividades positivas dependen más del optimismo
espontáneo que de una expectativa matemática”, o sea, que la marcha de una
economía determinada dependerá en buena medida de lo que llamó los “espíritus
animales” de empresarios, inversionistas y consumidores.
Pocos discreparían con
la opinión del gurú económico más influyente de los últimos cien años. Entre
los convencidos de que lo que más cuenta es el humor social están conservadores,
socialistas y, desde luego, populistas, de ahí la decisión de Néstor Kirchner
de apoderarse del INDEC para que lo ayudara a propagar el relato optimista que
su viuda radicalizaría.
Pues bien: para un gobierno sin mayoría parlamentaria en un
país en que duran largos meses las temporadas electorales, prologadas aquí por
la megaencuesta obligatoria de las PASO –que de primarias tienen muy poco–,
mantener la confianza necesaria para que la economía ande bien sin echar mano a
datos falsos no es fácil en absoluto, ya que con escasísimas excepciones los
políticos opositores, tanto los moderados como los más implacables, se sentirán
constreñidos a tratar de hacer pensar que su gestión ha resultado ser un
fracaso rotundo. No es una cuestión de irresponsabilidad congénita; creen no
tener más alternativa que la de exagerar lo negativo con la esperanza de arañar
algunos votos más a costillas del oficialismo.
En vísperas de las PASO, Mauricio Macri, Nicolás Dujovne,
Marcos Peña y los demás miembros del gobierno recibieron del INDEC una serie de
noticias muy promisorias que les aseguraron que, luego de años de
estancamiento, están creciendo con vigor imprevisto la construcción y varios
sectores industriales importantes. Puede que la información que los reanimó
haya llegado demasiado tarde como para incidir mucho en la encuesta del
domingo, pero es de suponer que, siempre y cuando la recuperación que acaba de
detectar el INDEC se consolide y la inflación se dé un respiro, en la segunda
mitad de octubre el clima social sería menos deprimente de lo que es en la
actualidad.
Al resistirse durante más de un año la economía a salir del
coma en que cayó bien antes de la llegada al poder de Macri, sus partidarios
procuraron hacer girar los debates políticos en torno a la corrupción pero,
desgraciadamente para ellos, el tema no figura entre las prioridades de los más
pobres que, en el conurbano bonaerense, están en condiciones de determinar los
resultados electorales y por lo tanto el rumbo de la economía del país. Desde
su punto de vista, lo de Carlos Menem, Julio De Vido, Amado Boudou y otros
prohombres que están cumpliendo papeles estelares en los noticieros, es sólo
anecdótico; dan por descontado que en el fondo todos los políticos son iguales,
de suerte que no se les ocurre discriminar entre ellos.
Sin embargo, de difundirse la sensación de que, por fin, la
economía va viento en popa, creando nuevas fuentes de trabajo y estimulando el
consumo de bienes prescindibles en los distritos más carenciados del país, en
los dos meses próximos los oficialistas podrían basar su mensaje proselitista
no sólo en las fechorías perpetradas por los pesos pesados de ciertas facciones
opositoras sino también en su propia capacidad para manejar la economía con
eficiencia y sensibilidad, lo que plantearía un problema difícil a aquellos
adversarios que, hasta ahora, se han concentrado en atacar al gobierno macrista
en lo que saben es su flanco más débil, el de la gestión económica.
Aunque todavía hay políticos y, es innecesario decirlo,
intelectuales progresistas que juran creer que, andando el tiempo, la mayoría
se beneficiaría si la Argentina rompiera por completo con el capitalismo
liberal para probar suerte con un esquema afín a los que, como los venezolanos
se han encargado de recordarnos, han fracasado desastrosamente en todas partes,
los opositores menos frontales reconocen que, dadas las circunstancias, a esta
altura no serviría para mucho que el país intentara algo espectacularmente
nuevo. Tratan a los macristas como tecnócratas neoliberales despiadados, eso
sí, pero no les piden el cambio “de 180 grados” tradicional. Tampoco los
critican por su presunta adhesión a teorías a su juicio perimidas. Antes bien,
les imputan “ineptitud” o “impericia”, a sabiendas de que tales acusaciones los
herirán mucho más que las claramente ideológicas por suponerse que el ingeniero
Macri, además de todos aquellos CEO que lo acompañan, deberían destacarse por
su insólita capacidad administrativa.
Parecería, pues, que aquí el grueso de la clase política,
siguiendo los pasos de sus equivalentes en el resto del mundo, se ha
reconciliado, aunque fuera a regañadientes, con el capitalismo moderno. Así y
todo, la mayor parte sigue siendo reacia a pensar en lo que sería necesario
hacer para que la variante local funcionara mejor. Acaso por entender que en
los distritos que manejan ellos o sus compañeros la eficiencia siempre ha sido
lo de menos, no les gusta para nada la idea de que en adelante se juzgue el
desempeño no sólo del gobierno nacional sino también aquel de todos los demás,
hasta los municipales, conforme a los criterios propios de una época
post-ideológica que están empleando con miras a desprestigiar a los macristas.
A muchos les habrá caído muy mal el que, en un alarde de
realismo, la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal haya reclamado un
“violento ajuste”, de al menos un treinta por ciento, en los cargos políticos.
Puede entenderse la indignación que sienten; para muchos dirigentes, la posibilidad
de repartir cargos bien remunerados entre familiares, amigos y militantes es lo
que da sentido a la búsqueda de poder.
Con todo, convendría que los preocupados por el futuro del
país tomaran en cuenta el costo absurdamente sobredimensionado de la política
o, como dirían los conformes con el statu quo, de la democracia. Casi un par de
décadas atrás, se informó que la legislatura del Estado de Baviera, el más rico
de Alemania, gastaba un treinta por ciento menos que la de Formosa a pesar de
contar con un producto bruto que era 154 veces mayor, mientras que en Cataluña,
la región más opulenta de España, el poder legislativo costaba llamativamente
menos que el chaqueño. Aun cuando algunas cosas hayan cambiado desde entonces,
sorprendería que una investigación nueva no arrojara resultados igualmente
grotescos. Para una gran cantidad de personas, la pujante industria política
sigue siendo una fuente generosa de ingresos, lo que, huelga decirlo,
distorsiona virtualmente todo porque quienes ocupan cargos propenden a
subordinar el bien común a sus propios intereses materiales o sociales.
El consenso implícito acerca del “modelo” económico, que
puede atribuirse no a sus méritos intrínsecos sino a la inutilidad evidente de
las hipotéticas alternativas, aún no ha sido asumido por todos los políticos.
Puesto que ya se han ido los días en que los candidatos se identificaban con
programas radicalmente diferentes; hoy en día privilegian sus presuntas
cualidades personales, lo que ha llevado a la proliferación de asesores de
imagen que les dicen cómo congraciarse con el electorado sin perder el tiempo
hablando en detalle de asuntos aburridos o –como suele ser el caso cuando se
trata de la economía– antipáticos.
Mal que les pese a muchos, en los tiempos que corren las rimbombantes
declaraciones demagógicas ocasionan más extrañeza que entusiasmo. Por primera
vez en muchos años, parecería que casi todos los involucrados en la campaña
entienden que no hay propuestas concretas claramente diferenciadas en conflicto
sino personalidades, algunas más bondadosas, más entrañables que otras, cuando
no más sinceras u honestas, de ahí la aparición para algunos sorprendente de
una Cristina herbívora.
Macri y sus estrategas entienden que, además de hacerles la
vida terriblemente difícil, una eventual derrota en las elecciones de octubre
tendría un impacto nada feliz en la reputación internacional del país. Para
muchos escépticos en el exterior, confirmaría que a la Argentina no le será
dado liberarse del populismo que tanto la ha depauperado y que por lo tanto les
convendría poner su dinero en un lugar más confiable. ¿Exageran los macristas?
Un poco, tal vez, ya que hay motivos para suponer que los cambios que está
experimentando el país no son tan superficiales como algunos quisieran creer.
Con todo, aunque hay señales de que en los años últimos el
centro de gravedad de la política nacional se ha deslizado hacia un lugar
cercano al ocupado actualmente por Cambiemos, la inquietud que sienten los
simpatizantes con el oficialismo puede entenderse. Al entrar el mundo en una
fase que amenaza con ser muy pero muy problemático, ningún país que aspira a
prosperar puede darse el lujo de aferrarse ciegamente al facilismo
cortoplacista que ha caracterizado la política nacional desde inicios del siglo
pasado. Por cierto, sería difícil negar que si la Argentina sufriera una nueva
recaída en el populismo de resultas de la frustración que sienten millones que
viven al margen de la economía formal, recuperar el terreno así perdido le
supondría una tarea muchísimo más ardua que la emprendida por Macri y los
integrantes de su equipo.
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