Por James Neilson |
Las dos Argentinas, la de variantes del relato peronista que
ha perdurado de un modo u otro desde mediados del siglo pasado, y la consciente
de que, luego de más de setenta años de fracasos a veces catastróficos, sería
mejor probar suerte con esquemas menos facilistas que los improvisados por el
general y sus herederos, se enfrentaron nuevamente el domingo pasado en una
especie de ensayo general para las elecciones de octubre.
Para alivio de
quienes habían temido que el gobierno de Mauricio Macri se viera debilitado por
el resurgimiento del populismo K, Cambiemos se impuso en buena parte del país,
aunque no le fue dado conquistar las zonas más tradicionalistas, es decir,
conservadoras, del paupérrimo conurbano bonaerense que sigue siendo tierra de
Cristina, lo que es un tanto irónico a la luz del desprecio que en Estados
Unidos manifestó por el nivel académico de la Universidad de La Matanza. De
todos modos, los resultados sirvieron para que en la bolsa de Nueva York los
papeles argentinos saltaran de alegría y se fortaleciera un poco el peso.
El que el conurbano profundo siga siendo cristinista plantea
un desafío a los macristas, en especial a María Eugenia Vidal que, para muchos,
es una de las dos estrellas más luminosas del firmamento oficialista; la otra
es Elisa Carrió que arrasó en la Capital Federal con casi el 50 por ciento de
los votos, humillando al kirchnerista Daniel Filmus y, para regocijo de Horacio
Rodríguez Larreta, a Martín Lousteau. La gobernadora entiende que no es
cuestión sólo de la situación económica sino también del atractivo de una
cultura política clientelista para quienes se han acostumbrado a vivir al borde
de la indigencia. Si logra forjar vínculos emotivos más fuertes con este sector
electoralmente clave, Cambiemos podría reemplazar al peronismo como vehículo de
lo que David Viñas calificaba del “sentido común de los argentinos”.
Aunque los macristas hubieran preferido abolir las PASO por
tratarse a su juicio de una copia molesta de las primarias norteamericanas que
sí sirven para algo útil, la verdad es que tienen motivos de sobra para agradecer
a Florencio Randazzo, el artífice de la ley que las posibilitó. Para sorpresa
incluso de los optimistas, les fue muy bien. Ahora confían en que, merced a la
reactivación económica incipiente, en octubre Cambiemos consiga una proporción
aún mayor de los votos, lo que lo consolidaría como la primera minoría frente a
una oposición fragmentada.
Al Gobierno ya no le asusta tanto el espectro de Cristina;
por el contrario, le conviene que la señora siga desempeñando un papel central
en política porque su mera presencia mantendrá dividido el peronismo que, de
reunirse, estaría en condiciones de recuperar la hegemonía perdida; sumados los
votos de los leales a Randazzo, Sergio Massa y la ex presidenta, además de
otros miembros de la misma familia numerosa, un PJ redivivo aventajaría a
Cambiemos en la provincia de Buenos Aires y muchos otros distritos del país por
un margen bastante amplio.
Felizmente para Macri, en política las impresiones cuentan
más que la realidad reflejada por estadísticas. La sensación de que Cambiemos
está avanzando con brío en casi todo el territorio nacional a costa de los
peronistas, virtualmente garantiza que continuará expandiéndose. Si bien sería
prematuro suponer que el país ha experimentado una transmutación irreversible
que le permitirá “normalizarse”, para entonces comenzar a recuperar el terreno
que perdió a partir de la primera mitad del siglo pasado, la idea de que algo
así está ocurriendo ya no parece tan extravagante como hasta hace muy poco
muchos creían.
A juzgar por lo que sucedió en las urnas, a Macri no le
aguarda aquel helicóptero salvador del vengativo relato kirchnerista sino la
clara posibilidad de terminar como es debido el cuatrienio en el poder que le
dio el electorado, estar en condiciones de prolongarlo cuatro años más y, con
suerte, entregar los símbolos del mando a otro integrante de su equipo. De ser
así, no habrá exagerado demasiado al rezar para que lo del domingo “sea el
inicio de un proceso de crecimiento de 20 ó 30 años”, uno que, si no fuera por
el estallido de violencia que desgarró el país, pudo haber comenzado hace medio
siglo. Mal que nos pese, la plena recuperación, para no hablar de alcanzar “la
pobreza cero”, requeriría que durante varias décadas el país quedara en manos
de gobiernos inmunes a las tentaciones populistas.
De instalarse está versión del futuro en la mente colectiva,
habría cada vez más políticos jóvenes y no tan jóvenes que decidirían que es de
su interés afilarse a Cambiemos por ser cuestión del natural partido de
Gobierno. Es lo que ocurrió con el radicalismo primero y, algunas décadas más
tarde, con el peronismo. Para los deseosos de encontrar un sitio promisorio en
el mundillo político, aquellos movimientos ofrecían oportunidades similares a
las brindadas por una burocracia estatal jerárquica o una gran empresa con
estructuras parecidas. No les resultaba difícil hacer suyas las respectivas
doctrinas partidarias. Sería injusto acusarlos de oportunismo; todas las
organizaciones políticas importantes del mundo, tanto las democráticas como las
autoritarias, incorporan a miles de personas que, sin darse cuenta de ello,
anteponen sus ambiciones profesionales a las presuntas convicciones ideológicas
que, en la mayoría de los casos, adoptan porque predominan en el grupo social o
partido al que pertenecen. No sorprendería mucho, pues, que Cambiemos creciera
mucho en los meses y años próximos.
Superada de forma muy satisfactoria para el Gobierno la
prueba supuesta por las PASO, los estrategas del oficialismo tienen los ojos
puestos en los partidarios de aquellas agrupaciones que, de acuerdo común,
resultaron derrotadas como la encabezada por Massa. Cuando voceros
gubernamentales como Marcos Peña dicen: “queremos sumar a más argentinos y
sobre todo a bonaerenses a este proceso de cambio”, están invitando a massistas
e izquierdistas moderados a participar del proyecto de Cambiemos.
También quieren los oficialistas que se intensifique la
polarización, que el grueso de la ciudadanía llegue a la conclusión de que,
pensándolo bien, no hay más de dos alternativas, la representada por Macri y
sus coequiperos por un lado y la de los fieles a Cristina por el otro. Para
muchos, se trata de una simplificación un tanto grosera de la realidad política
de una sociedad diversa, pero sucede que en las democracias maduras es habitual
que compitan dos o, a lo sumo, tres partidos grandes acompañados por una
plétora de minipartidos testimoniales que, si tienen mucha suerte, pueden
aliarse coyunturalmente con uno de los gigantes a cambio de puestos en un
gobierno de coalición, pero que se saben irremediablemente minoritarios. La
atomización excesiva que se da aquí no es un síntoma de vigor democrático, como
algunos parecen creer, sino uno de una falta de seriedad política que ha
socavado las instituciones formales del país hasta tal punto que a menudo
parece ingobernable.
Los macristas prevén que, en octubre, la mayoría de quienes
dieron a Massa el quince por ciento y pico que el tigrense se anotó en las PASO
bonaerenses, y algunos que apoyaron a candidatos menores, opten por respaldar a
Esteban Bullrich, lo que le permitiría vencer cómodamente a Cristina que, por
su parte, podría verse beneficiada por los escasos simpatizantes de Randazzo.
En algunos distritos del interior, entre ellos el de Santa Fe, Cambiemos podría
ver aumentar su caudal al resistirse los perdedores del domingo a ser aliados
objetivos –como decían en su momento los comunistas–, del kirchnerismo quitando
votos a la única fuerza que sería capaz de asestarle un varapalo realmente
doloroso.
El Pro, el núcleo duro de Cambiemos, nació como un partido
netamente porteño, pero lo que comenzó siendo una desventaja evidente a ojos de
quienes ven en la “Reina del Plata” un chupasangre parasitario que se apropia
de la riqueza ajena se ha transformado en una carta de triunfo. Que ello haya
ocurrido es lógico. La Capital Federal es el distrito más productivo, rico y
moderno del país. Gracias al avance explosivo de las comunicaciones, le está
resultando relativamente fácil difundir sus prácticas y la mentalidad que las caracteriza
a lo ancho y lo largo del territorio nacional.
La ciudad autónoma ya ha invadido La Matanza con el
metrobús; extrañaría que, andando el tiempo, tal iniciativa y otras
equiparables, no tuvieran consecuencias psicológicas y por lo tanto políticas.
He aquí una razón fundamental por la que Cambiemos se siente obligado a
nacionalizar todas las campañas electorales; tiene que aprovechar al máximo la
gran vidriera porteña. De tal modo, podría continuar reduciendo la influencia
de caciques locales no sólo del conurbano sino también de ciertas provincias
feudales que manejan redes clientelares y que, con escasas excepciones, todavía
adhieren a una de las distintas facciones peronistas. Según la dicotomía
favorita del oficialismo, tales personajes militan en las huestes del pasado
que está librando una guerra, una que hasta ahora ha sido bastante exitosa,
contra el futuro acaso aburrido, pero a buen seguro mejor que la mishiadura
rencorosa reivindicada por los kirchneristas, que nos prometen Macri y sus adláteres.
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