Por Arturo Pérez-Reverte |
Atardece mientras estoy fondeado cerca de tierra,
al pie de un acantilado de mediana altura. El lugar es tranquilo, pues la playa
está lejos y en las proximidades sólo hay una antigua torre vigía medio en
ruinas, como la de El pintor de batallas,
y una urbanización a lo lejos, medio oculta por las rocas. El mar está muy
quieto y estoy sentado a popa, leyendo por enésima vez Juventud, de Joseph Conrad.
En la pared rocosa que
tengo a menos de un cable hay tallada una escalera que lleva a un pequeño
mirador, y de vez en cuando oigo los chapuzones de una docena de muchachos que
se arrojan al agua desde allí, suben y vuelven a arrojarse de nuevo. A veces
dejo de leer, levanto la vista y los observo. Son una pandilla, chicos y chicas
entre los doce y los quince años, de ésas que suelen formarse en verano. Sin
duda son de la urbanización cercana. Cuando se cansan del agua se sientan en el
repecho, con las piernas colgado, a mirar el mar. A ratos, el incipiente terral
trae el eco de sus voces y sus risas.
Cierro un momento el libro y los observo con más
atención. La pareja, chico y chica sentados un poco aparte, que charla en voz
baja. El que parece líder del grupo. El tímido algo marginado. El que les
arranca carcajadas. El audaz que se lanza al agua desde más arriba que los
otros. Las tres jovencitas hablando en voz baja de sus cosas… Los reconozco tan
fácilmente como si yo mismo fuera uno de ellos. Cualquiera de ustedes los
reconocería, supongo. No hay nada de extraño en eso, pues también fuimos ellos
alguna vez: veranos que parecían interminables, atardeceres cárdenos, rumor
suave del agua en la orilla, sabor de sal, juegos, chapuzones, reuniones al
atardecer en lugares como éste, primeros ensayos de libertad, de amistad, de
amor. El roce de una mano, las miradas reveladoras de sentimientos, el primer
atisbo de la zona no bronceada en una piel morena, el calor de un cuerpo
cercano, o el primer beso. El despertar al mundo, al sexo, a la vida, gracias
al mar cercano y cómplice.
Sigo mirando a los chicos del acantilado. Los
conozco bien, como digo. Cada año desde hace muchos, cuando aferro las velas y
echo el ancla en este lugar, ellos siguen ahí sin envejecer nunca, en el
mirador tallado en la roca. Siempre distintos y siempre idénticos. Se van
relevando a sí mismos y siempre tienen entre doce y quince años, y la pareja se
sienta un poco aparte, y el líder de la pandilla sugiere tal o cual cosa, y el
tímido mira de lejos a la muchacha que le gusta, y el gracioso los hace reír a
todos, y el audaz se lanza al agua desde más arriba, y las tres jovencitas
siguen sentadas un poquito aparte, mirando a hurtadillas a los chicos mientras
hablan de sus cosas. Y aunque todos ellos, los que fueron y los que fuimos, ya
se encuentran lejos de allí, o quizá son padres y abuelos que ahora están en
esa urbanización cercana, sentados viendo la tele, o la vida los llevó a
lugares distintos, o los borró de ella hace muchos años, esa pandilla de chicos
tostados por el sol y con sal en la piel, con las piernas colgando del repecho
del mirador, obra el milagro de mantener intacto el bucle de la memoria y de la
vida que se renueva a sí misma. Y ustedes, y yo, y cuantos nos precedieron
junto al mar impasible, seguimos sentados ahí arriba, despertando cada verano
al mundo, al amor, al sexo y a la vida mientras alguien nos observa desde
lejos, quizá desde un velero solitario anclado en la bahía, con un libro en las
manos. Y ese alguien sonríe, porque comprende; y de ese modo, con la sonrisa
aún en la boca, vuelve al viejo Conrad y lee:
«Lo más maravilloso de todo es el mar, o eso creo.
El mismo mar. ¿O es sólo la juventud? ¿Quién sabe? Todos habéis logrado algo en
la vida; dinero, amor, cuanto se consigue en tierra. Pero decidme: ¿No fue el
mejor de los tiempos cuando éramos jóvenes y no teníamos nada, en el mar que no
daba más que duros golpes y a veces una oportunidad para ponernos a prueba,
sólo eso? ¿No es lo que echáis de menos?
Y todos asentimos: el financiero, el contable, al
abogado, asentimos sobre la mesa pulida que, como una lámina de agua parda e
inmóvil reflejaba nuestras caras con surcos y arrugas, marcadas por la fatiga
del trabajo, las decepciones, los éxitos, el amor; nuestros ojos fatigados que
buscaban todavía, buscaban siempre, buscaban ansiosos ese algo de vida que
mientras se espera ya se ha ido, que ha pasado sin ser visto, en un suspiro, en
un instante, junto con la juventud, con la fuerza, con el ensueño de las
ilusiones».
© XL Semanal
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