Por Pablo Mendelevich |
Cuando por fin cada argentino ensobró la boleta que quiso,
puso el sobre en la urna y se contaron los sufragios uno por uno -es decir,
cuando se salió del agotador período especulativo que precedió a las PASO- se
supo la verdad. Y la verdad resultó distinta de lo que se esperaba. Ni el
gobierno fue derrotado debido a que "con Macri cada vez hay más
hambre" ni Cristina Kirchner, que quedó por debajo de la marca obtenida
por Aníbal Fernández para gobernador en la elección general de 2015, hizo una
gran elección.
Consiguió, sí, una paridad en el principal distrito, pero quedó
fuera de juego en el total nacional. Lo que más temprano se descartó fue el
supuesto "cristinazo", el escenario capaz de prefigurar alguna clase
de retorno.
Desde hace semanas varios políticos y comentaristas
sostienen que el haber asustado con el retorno de Cristina Kirchner fue un
abyecto truco del Gobierno. Y que la centralidad de la ex presidenta sólo se
produjo en los últimos tiempos por la manipulación oficialista de la política.
Maniobras que, huelga recordarlo, la oposición le vino atribuyendo con
insistencia -y con exclusividad- al asesor ecuatoriano Jaime Durán Barba, hasta
ayer tenido por prestidigitador ineficaz.
Con distintos nombres se habló de una polarización que de
manera intencional sobrevaluaba a la oponente. Pues bien, anoche, tras
conocerse los resultados de las PASO, la teoría seguía en boga, pero ya no era
un grave error del macrismo sino una genialidad estratégica.
¿Es razonable atribuir el resultado electoral a la astucia
de un asesor de marketing que mandó forzar la polarización con Cristina
Kirchner? Parece, en principio, una explicación tan simplificadora como
desmemoriada. La polarización existió. También es cierto que el Gobierno la
fogoneó. Pero no pueden olvidarse los esfuerzos de la contraparte por
corresponder el privilegio distintivo. Del otro lado, se supone que ya sin la
influencia de Durán Barba, se meneaba el apocalipsis: la Argentina de Macri era
la Argentina del hambre. Diagnóstico tremendista que exacerbó problemas reales
como la indigencia, magnificó despidos, inventó persecuciones, denunció
represión día por medio e intentó representar una miseria creciente con la
imagen icónica de que hay cada vez más personas viviendo en la calle. Esto
último apareció durante la campaña en boca de Cristina Kirchner, quien de
repente comenzó a decir que Macri, antes un malvado, estaba
"equivocado", mientras los formatos callejeros de su fuerza insistían
con la idea preliminar de que el plan de Cambiemos era hambrear al pueblo.
Cristina, además de adoptar los escenarios circulares y las
coreografías evangélicas, se abuenó para la campaña probablemente con la
expectativa de seducir votantes no cautivos -algo que los resultados no parecen
corroborar-. Pero además del problema de la autenticidad del discurso y de su
nueva indumentaria, ella a la vez dispuso que en términos sindicales,
callejeros, mediáticos, el conglomerado kirchnerista siguiera con la
radicalización que traía, con los planteos de emergencia extrema, esencialmente
repitiendo en todas partes la palabra hambre, siempre difícil de refutar.
El resultado general de la elección de ayer, sin embargo, no
parece corresponder a un país donde cada vez hay más hambre (lo que no
significa que no haya sectores vulnerables ni que las estadísticas de pobreza,
ahora veraces, no den cuenta del impacto inflacionario en esos sectores).
El duelo central fue entre un gobierno que alentaba
expectativas positivas sobre la base de un irregular mejoramiento de la
economía y una candidata cuyas huestes no correspondieron la suavización del
maquillaje. Ganaron las expectativas. Que ahora necesitan ratificarse como
sustentables, sobre todo en las próximas diez semanas.
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