Por Silvana Aiudi (*)
No hace falta conocer la teoría de J.L. Austin para
saber que un o una hablante hace cosas con palabras. Se puede
pensar, por ejemplo, en cualquier escenario o contexto en donde sólo el acto
de decir tiene un efecto. Cuando Pedro Lemebel leyó “¿Qué harán con
nosotros, compañero? ¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un
sidario cubano? ¿Nos meterán en algún tren de ninguna parte?”, la multitud miró
desconcertada y no supo cómo interpretar el mensaje.
Eran preguntas, fragmento
de su célebre manifiesto, enunciadas en un acto de izquierda en la Santiago que
se despedía de Pinochet en 1986. Entre el público se encontraba el Partido
Comunista Chileno.
Por medio del lenguaje, Lemebel pensó aquel
presente como irresuelto, hecho en las restas de la violencia, e intentó
provocar un llamado, una reacción, irrumpiendo en un espacio público para
denunciar. Lemebel era la voz de ese Otro, que ahora hablaba por sí mismo, que
asumía la condena que las palabras encerraban para desactivarla.
Partiendo de la idea de que el lenguaje puede ser
un escenario de opresión como así también de acción, es indudable el uso que
hicieron de él los colectivos entendidos como minorías. Pensaron que la
vulnerabilidad no era lo opuesto a la acción y que, por medio del lenguaje, se
podía movilizar. De esta manera, el vínculo entre lenguaje y género
constituyó el centro de las discusiones, especialmente en la segunda ola
feminista. El Feminismo impulsó una serie discursos que se transformaron pronto
en actos de habla.
No se puede negar, así, que en el último
tiempo los grupos Feministas tomaron palabras condenatorias, instituidas como
lenguaje ofensivo (puta, yegua, loca, torta), y las resignificaron para
desinstalar la reprobación social. Lo mismo ocurrió con las consignas
colectivas que entraron en el terreno del hacer: el “Ni una menos”
convoca marchas multitudinarias, el “Miércoles Negro” hizo que las personas se
solidarizaran con la causa vistiéndose de negro y que en varias escuelas se
dedicara una jornada para concientizar sobre la violencia, el “Vivas nos
queremos” provoca que masivamente se compartan en las redes sociales noticias
sobre el tema. Las mujeres, habladas desde la moral y el discurso social, ahora
toman la voz.
Es así cómo, en octubre del 2016, las escritoras
Ángela Pradelli y Alejandra Correa impulsaron una nueva consigna: ¿Por
qué llora esa mujer? Se trata de un Proyecto Colectivo y Plataforma
Cultural que lleva este nombre y rescata las voces de las mujeres
silenciadas, que no respetaron las normas de la masculinidad y fueron víctimas
de violencia de género.
El proyecto surgió mientras Ángela Pradelli se
encontraba en una beca en China: “Cuando se hizo la marcha de Ni una menos, por
supuesto seguí todo muy de cerca por internet. Creo que fue esa distancia lo
que me llevó a escribir en mi muro de FB una propuesta, algo así como:
Escribamos las historias de las mujeres que padecen violencia en la Argentina,
contemos, que circulen. La respuesta fue inmediata, muchas mujeres que querían
hablar, contar sus horribles experiencias de violencia machista. Ale se sumó
enseguida y fue especialmente valioso porque ella tiene mucha experiencia en
proyectos colectivos.” Desde la pregunta ¿Por qué llora esa mujer?, Alejandra
Correa piensa en la importancia de darle voz a la violencia y qué es lo que se
puede sumar desde su oficio. El proyecto tiene en sus raíces la idea de que
voz, escritura y militancia configuran los modos de intervención política.
Las historias que circulan por internet en el muro
Por qué llora esa mujer o en el blog
(www.porquelloraesamujer.blogspot.com.ar) están basadas en la escucha de cada
una de las víctimas o de algún familiar, en primera instancia, y luego, viene
la escritura del testimonio. El escuchar a las mujers hace de este proyecto un
acto humano: “Aún hay muchas situaciones en las que se desprecian los
testimonios de las mujeres, un desprecio que está apoyado en los mismos
estereotipos que funcionan desde siempre. Sucede, increíblemente, en todos los
ámbitos. En las escuelas, donde esos clichés se fortalecen, en el ámbito
judicial, en todas partes. Cómo se entiende que una mujer vaya a la Comisaría
de la Mujer y no le quieran tomar la denuncia porque, le contestan, ya hizo
varias. Cómo se entiende el destrato en los juzgados. Había que empezar por
ahí, por hacer fuerte esa voz, oír a las mujeres contando sus historias de
dolor y sufrimiento”, dice Ángela Pradelli y agrega: “La sociedad
desconfía del testimonio de la mujer, y más aún, cuando la violencia es
innegable porque hay marcas en el cuerpo, testigos, etc. Buena parte de la
sociedad le exige a la mujer el silencio, que oculte la violencia machista.”
Entendiendo al lenguaje como acción, no como
sumisión y coerción, los testimonios encarnan el sufrimiento que el dolor
oculta. Son las palabras de las víctimas o familiares de mujeres que ya no
están, redactadas por escritores, periodistas o cualquier persona que quiera
hacer llegar la voz. Tanto Ángela Pradelli como Alejandra Correa decidieron que
el proyecto fuera colectivo porque “las voces son muchas”. También, tuvieron
que ocuparse de la cuestión legal para cuidar a las mujeres. Así que algunos
testimonios utilizan pseudónimos o se solicita un permiso que avale la
publicación.
Los testimonios muestran de manera cruda, sin
eufemismos ni re-victimizaciones, la violencia de género. Cuando las mujeres
cuentan lo que callaron, se produce una vivencia entre el o la que la
entrevista y ellas. Se cruzan miradas y una ve que, detrás de esos ojos, hay
alguien que transmite el dolor del silencio. Alejandra Correa dice: “Suceden
varias cosas a la vez: el miedo, la objetivación de la historia personal, el
ver esa historia fuera de ella misma y que eso ya sea un camino para tomar una
distancia (poder decir `esto me sucedió´ a diferencia de `esto es parte de
mí´), el encontrar un hilo que la narre y a la vez la contenga, el ponerle
palabras al dolor, todo lo que se sabe que cura paso a paso. Eso se vivencia en
la entrevista, en la toma de testimonio. Cómo la palabra va buscando abrirse
paso hacia la propia verdad de lo que pasó. Y otra cosa que me impresionó mucho
fue empezar a entender la dimensión de la destrucción que genera un femicidio
en una familia. Es como una explosión donde todas las certezas y las buenas
intenciones sobre lo que es una familia, vuelan por el aire. Y a eso se le está
prestando muy poca atención, creo.”
Suele suceder que no hay vínculos familiares entre
la mujer violentada y el o la que escucha. Entonces, “se entablan diálogos de
humanidad a humanidad, y por eso los hace profundos y esenciales.”. La mujer
no tiene como tarea fácil hacerse cargo del testimonio, de hablar: “Me ha
pasado que se acercaron mujeres para contar su historia, pero en el camino se
arrepienten, dudan, buscan algo que no es lo que podemos brindarles. Por
ejemplo, denunciar a un hombre violento con nombre y apellido para que se haga
justicia cuando no hay proceso judicial de por medio y eso las expondría a un
problema legal a ellas mismas, entre otras cuestiones. No es tan sencillo
hacerse cargo de ese testimonio, llegar a la instancia de darlo, completar el
proceso. Requiere de una predisposición y una comprensión sobre el poder de esa
palabra que de alguna manera, se pone en escena.”
Las autoras presentaron el proyecto en la Feria
del Libro en la mesa Voces ocultas y diversidades. Con
respecto a esto, sostienen que lo más interesante del trabajo que están
realizando es la dimensión del rescate de la oralidad. La recepción del público
es la de comprender el dolor ajeno. “Es un proyecto colectivo, por eso nos
interesa muchísimo que todos se sientan convocados, que se acerquen, que se
contacten.”, dice Ángela Pradelli.
Lo interesante del proyecto es ese hacer
con palabras. El decir es un acto político y performativo
porque los testimonios hacen tomar conciencia del horror, de lo censurado. Si
las palabras son silenciadas, si perdemos el sentido del horror, si nos
acostumbramos al “otra vez”, “es normal”, “no hay nada que hacer”, “para qué
tantas marchas si al final no pasa nada”, se establecen nuevas palabras, con
nuevos significados y nuevas representaciones que traban nuestra aptitud de
comprender lo que fue perdido, qué violencia fue infringida y el valor de las
vidas humanas.
(*) Silvana Aiudi es docente en Castellano,
Literatura y Latín. Es maestranda en Ciencias del Lenguaje en el ISP Dr.
Joaquín V. González. Ha realizado colaboraciones periodísticas en diversos
medios abordando temáticas vinculadas al feminismo.
© La
Vanguardia
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