Por Norma Morandini (*) |
¡Qué fuerza poderosa de autoengaño la de la
ideología, en cuyo nombre se justifican las muertes, las prisiones y el terror
de los tiranos! Pasó con los crímenes de Stalin, negados por buena parte de la
intelectualidad de izquierda durante años.
Pasó igual con la revolución cubana: fue doloroso reconocer
la mentira detrás de la promesa del hombre nuevo. Y vuelve a suceder ahora con
el silencio de los que se autodefinen "progresistas" y no denuncian
las violaciones de los derechos humanos en la Venezuela de Maduro.
Para entender tantas mordazas hoy me es más útil la
literatura que la política. "Pedir perdón exige más valentía que empuñar
un arma, que accionar una bomba", piensa el etarra en la soledad de su
prisión, frente al papel en el que debe escribir una carta a una de las
víctimas de ETA, la organización que integró. Ése es el dramático dilema al que
el escritor vasco Fernando Aramburu somete a uno de sus personajes, el ya no
tan joven guerrillero al que los años en la cárcel le han dado el tiempo
suficiente para repasar su vida. No le faltó coraje para reconocer íntimamente
"las atrocidades" que cometió cuando era "un joven crédulo de
sangre caliente". Para liberarlo de esos remordimientos, la hermana lo
insta a escribir una carta de perdón a la viuda de un modesto empresario asesinado
por ETA. Sin embargo, su temor mayor es que se haga público el texto, en el que
finalmente esboza unas líneas de perdón a la mujer, otrora amiga de su familia.
Tal vez porque los remordimientos son íntimos y los que justifican la violencia
política en nombre de la patria no pueden mostrarse humanos, ya que fueron
entrenados para matar. Eso plantea el escritor vasco en su novela Patria para
desentrañar una verdad ineludible, el sufrimiento, los dolores y desencuentros
que dejan la violencia guerrillera y los regímenes totalitarios.
Patria es una novela portentosa que bien puede
leerse en clave argentina. Tanto por la violencia de los años 70 como por las
consecuencias que nos dejó ese tiempo de odio y confrontación. Pero si entre
las víctimas es mucho más fácil reconocernos iguales en el sufrimiento ante las
muertes y los secuestros de familiares que han dejado lugares vacíos en tantas
mesas familiares de nuestro país, perturba la virulencia y el impudor de los
que invocan nuestros muertos para imponer una visión política antidemocrática que
justifica las torturas y las prisiones de los gobiernos que les son afines
ideológicamente. Así sucede con las organizaciones de derechos humanos de
nuestro país que nada han dicho del régimen de Nicolás Maduro, que ha violado
todos los derechos de la democracia.
Igualmente incomprensible es la reacción en España
de los sectores de Podemos que el mes pasado criticaron la conmemoración de la
alcaldía de Madrid por los veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, un
concejal del Partido Popular de Ermua, pequeña población del País Vasco. El
joven, de 29 años, fue secuestrado por un comando de la ETA para exigir que los
etarras presos fueran trasladados a prisiones vascas. Apareció muerto dos días
después con dos tiros en la nuca. El asesinato del edil generó tal repudio
masivo en toda España que marcó el inicio del fin de ETA.
Sin embargo, aún sobrevive una concepción política
que tolera la prepotencia de Maduro y se fastidia con el pacifismo de los que
trabajan contra la intolerancia. Silencios e intolerancias se justifican con el
mismo argumento: "No hacerle el juego a la derecha". El ex juez
Baltasar Garzón, que juzgó a Pinochet, calificó de "golpista" a Leopoldo López ,
en consonancia con muchos intelectuales de izquierda en nuestro continente que
responsabilizan a la oposición por la violencia en el país bolivariano sin que
hayan aprendido la dramática lección sudamericana: el que viola los derechos
humanos es el Estado que debe protegerlos.
Por eso, perturba que se invoque la más bella
filosofía, la de los derechos humanos, que nos hace iguales y define la
naturaleza de lo humano en la dignidad, y no puedan reconocer el sufrimiento
ajeno, despojado de la ideología. Confieso que me intriga semejante
contrasentido. Con nuestros muertos se hacen discursos, se levantan monumentos,
se ponen placas recordatorias. Los otros, los que no nos pertenecen, son tan
sólo un número o una desconfianza. No ignoro que la tenebrosa historia del
siglo XX está llena de esos contrasentidos. Los intelectuales de izquierda a
los que mi generación veneró ocultaron, también, los gulags y los crímenes del
régimen comunista "para no hacerle el juego al capitalismo". Una
astucia ideológica -que debe resultar muy cómoda- para no dudar y sufrir el
dolor de la decepción. Del mismo modo, confunden quién es preso político. No el
que comete delitos en democracia con justificativos políticos, sino el que es
encarcelado por acciones que no son delitos en una sociedad democrática, como
son la libertad de palabra y opinión. Presos políticos son Leopoldo López y
Antonio Ledezma, detenidos otra vez en una cárcel militar.
Preso político fue el disidente chino Li Xiao Bo,
encarcelado precisamente por pedir libertades democráticas. Sin embargo,
ninguna organización defensora de los derechos humanos levantó la voz para
reclamar por el premio Nobel de la Paz Li Xiao Bo, condenado a 11 años de
prisión por el delito de opinión. Debía quedar libre en 2020. Murió el mes
pasado en la prisión.
En la Argentina apenas nos separan cuatro décadas
de los tiempos en que cada muerte se vengaba con otro cadáver en una espiral de
violencia que nos destruyó como país y cuyas consecuencias se perpetúan. El
dolor por las ausencias, las cárceles, el exilio o simplemente por el terror
que nos maniató como sociedad sirvió para que los argentinos valoráramos la
democracia constitucional que nació bajo el mejor auspicio, el fin de la
impunidad, los juicios que condenaron el terrorismo de Estado y el mayor
consenso al que jamás haya llegado antes nuestro país, el Nunca Más a la
violencia política. En la medida en que nos fuimos alejando de ese pasado, se
fueron rehabilitando los sectores de la izquierda que comenzaron a participar
en el espacio público, el de los debates, la opinión y la participación
política. Fue en la década pasada, con la instrumentación del dolor y la
utilización política de los derechos humanos, cuando muchos desnudaron su
índole antidemocrática. No sólo porque no critican al régimen de Maduro, sino
también porque no respetan las ideas ajenas ni dudan de las propias.
Consolidar la democracia constitucional lleva
tiempo. Ahora lo sabemos. Nos resta encarnar los valores de respeto y de
convivencia. Al final, de lo que se trata es de "hacerle el juego a la
democracia", la irónica expresión del abogado Emilio García Méndez, quien
junto con otros intelectuales y académicos ha puesto en debate la nueva agenda
de los derechos humanos, ya sin el maniqueísmo de los que se apropiaron de la
memoria ni las descalificaciones personales que atentan contra todo debate
intelectual honesto. No se trata del remordimiento del guerrillero de la ETA,
ya que entre nosotros ningún sector se ha responsabilizado de la violencia pasada.
El tiempo actual requiere otras valentías, como por ejemplo atreverse a
enfrentar en el espacio polarizado de la opinión toda forma de humillación y
denigración de las diferencias. Además de que seamos capaces de poner en duda
las que creemos nuestras certezas. "El valor de la democracia sólo es
posible si tenemos el valor de enfrentarnos al odio", se lee en un pequeño
gran libro: Contra el odio, escrito por Carolin Emcke, una de las
intelectuales más interesantes de Alemania.
Recibir a los venezolanos que huyen del hambre y la
opresión, conmovernos ante las imágenes de los que deben pasar horas en una
fila para recibir un pedazo de pan, condenar el autoritarismo donde se
manifieste es, también, una forma de hacerle el juego a nuestra herida democracia
para erradicar el odio ideológico, que no es compatible con las ideas
humanistas de los derechos humanos ni la pluralidad de la democracia.
(*) Directora
del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
© La Nación
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