Por Óscar
Lobato
Pura pose. Lady Godiva no
fue tal diva. Tan sólo un montaje de pintores prerrafaelistas británicos,
arrebatados de lujuria, así les mostrara tobillo una dama de alcurnia.
Godiva se llamó realmente Godgifú (“Regalo divino”) y su leyenda
surgió dos siglos después de su muerte. Roger de Wendover, monje
en la abadía de San Albano, la transcribe por vez primera. Antes de eso, ni
palabra sobre esta dueña, esposa de Leofrico, duque de Mercier.
La señora real (908?-1057) dejó huella como
benefactora de instituciones religiosas. Empero y gracias a la criminal
implicación en el asunto del simpar Alfred Tennyson, a
Godiva se la recuerda como nudista contestataria, tan épica como hípica.
La historia, admitámoslo, pintaba bien. Humildes
labriegos acuciados por un tributo leonino. La noble que, conmovida, impetra a
su marido la exoneración de tal carga. Y ese duque que se niega, retando
a su esposa: si cabalgas desnuda por toda la localidad, los vecinos se libran
de palmar esa pasta. Tras eso, el desiderátum. Poetas cantando loas y pintores
generando óleos. Arte y lírica a raudales, con omisión de ciertos detallitos.
Para empezar, el lugar de autos. Coventry, una aldea que por entonces no juntaba
ni setenta almas, era feudo de Godiva y no de su esposo. En la antigua ley
anglosajona, las nobles retenían señoríos heredados en detrimento de sus
consortes. O sea que la fiscalidad de aquel villorrio competía a Godgifú, en
cuanto a imponer o quitar averías. Al margen, quedaba un impuesto (heregeld), destinado a pagar las tropas del monarca e
instituido por el rey Canuto, para hacérselas pasar
ídem a sus súbditos.
Si bien la duquesa acepta el desafío, no se
constituye en el villorrio a caballo, gritando cual descosida y con un lema
pintado sobre el tetamen. Vicente Díaz Canseco recoge
en su Diccionario Biográfico Universal de Mujeres Célebres,
cómo Godiva dictó una orden previa. El mandato prohibía, bajo pena de muerte,
que los rústicos asomaran la jeta al paso de su cuerpo serrano, cubierto por su
luenga cabellera y su “sola honestidad”. El único infractor, un panadero
llamado Tomás (sastre en versiones postreras de la fábula), pagó cara su
osadía. Fue ejecutado por orden de la piadosa duquesa ecuestre.
Dados los rarísimos casos de poderosos que eximan
de tributar a sus vasallos, los indicios sugieren que Godiva representó
un ludus scenicus. O sea, un ceremonial de las Floralias,
ritos paganos de la antigua Roma que
pervivieron largamente en Britania y países escandinavos.
En refuerzo de esta hipótesis, los moradores de Coventry seguían celebrando ese
culto primaveral con recreaciones florales de Godgifú, siglos después.
A los pintores británicos eso les importó un bledo.
Lo suyo era vender. Así que representaron a una Godiva cabalgante, cubiertas
sus prendas con melena de mudable color (Leighton y Claxton se
decantan por el rubio, mientras Collier la retrata
pelirroja).
De aquí a la eternidad. En la pantalla, gracias
a Maureen O’Sullivan, Gina Lollobrigida o Phoebe Thomas.
En el cabaret, merced al estriptis de ecdisiastas (el palabro es de Henry Louis Mecken), como Mata Hari y Sally Rand. Pero esta inmerecida fama de
Godiva sólo oculta un complot anglicano contra dos prístinas figuras, que sí
habrían arrasado en el cine y las variedades sicalípticas: las impagables santas María Egipciaca y Teodora.
María de Egipto (c.344-c.421), natural de Alejandría, ejerció
en dicha villa como vero pendón de la ciudad. En español, la versión más
antigua sobre su vida figura en el volumen Poetas castellanos anteriores
al siglo XV, suscitando dudas de si obró por dinero o por calmar un
insaciable furor uterino.
Las biografías sobre la Egipciaca coinciden en que
ella relata su vida a Zósimas, monje
anacoreta, quien se la topó convertida en ermitaña de un aislado desierto.
María confiesa que se hizo puta a los doce años y anduvo en esas labores
propias de su sexo, otros diecisiete. Una vida disoluta durante la cual se pasó
por las armas a cuantos quiso, sin distinguir al clérigo del seglar, siglos
antes de que Zorrilla pusiera a su Tenorio a contar batallitas.
La Egipciaca comenzó merendándose a los varones de su
propia parentela, antes de abrir nuevos mercados carnales por Alejandría toda;
donde llegó a volverse asunto de orden público pues muchos reñían a muerte por
lograr sus favores púbicos. Dones no le faltaban. Tal reflejan los delicados
versos sobre su apariencia que acotan incluso: “De sus tetiellas es sana/tales
son como mançana”. Omitiendo relato pormenorizado de todas sus
proezas, resulta insoslayable el pasaje de su tránsito a Jerusalén.
Mari E. viajó a tan magna ciudad en una nave de
romeros, que convierte en vesánico crucero de salacidad propia y ajena. De
entrada, ofrece su cuerpo como pago del pasaje. Ya a bordo y revistados todos
los tripulantes; prosigue con los devotos, jóvenes o viejos, quienes caen
rendidos ante tamaña peregrina (en la acepción académica de la voz; “adornada
de hermosura, perfección o excelencia”).
La Egipciaca [“En Hierosalem entrava;/Mas non
dexó hi de pecar/”] solo muda de conducta al descubrir que, por su
oficio y vicio, le vetan el acceso al Templo. Entonces sufre una catarsis que
la conduce al desierto, donde viviría 47 años. La diñó en pleno abril y por eso
la Católica, Apostólica y Romana la festeja dicho
mes.
Moralizante resulta también la vida de la emperatriz Teodora, a quien la Iglesia Ortodoxa reza
con unción. Teodora (501-548) nació en el lado malo de la manta y de paupérrimo
linaje. Su padre fue domador de osos, trabajo mal pagado salvo que se ejerza a
destajo, y su madre era ligera de cascos. Al morir su progenitor (no consta si
en accidente laboral), ella y su hermana mayor, Comito,
se ven abocadas a los más bajos menesteres: la prostitución y el teatro. Aunque
su tata iba de estrella y ella de mera ayudante, Teo empieza a vestir descocada
y, con sólo diez años, ya refiere enjundiosas procacidades y relatos obscenos
que le granjean el favor del respetable.
Cuando se desarrolla, arrolla. El público la
aplaude, enfervorecido, sobre todo después que Teodora diseñe y ejecute
una performance singular. La chica comparece sobre las
tablas, descalza hasta el cuello, y se tumba en el proscenio. Unos esclavos le
esparcen luego granos de cereal sobre su seno y su cotangente. Después, liberan
en escena a seis ocas que la picotean el acá y el acullá, mientras ella emite
gemidos y gorgoritos de placer.
A sus dieciséis años, se alza como la hetaira más
solicitada de todo Bizancio por su
amplia capacidad de acogida y múltiples prestaciones; pues es fama que llegó a
ventilarse treinta maromos en un día. Seguidamente, montó un afamado burdel a
pachas con una amiga, negocio que encomienda a su socia, mientras ella se va de
amante del recién nombrado gobernador de una provincia africana. Cuando Teodora
regresa a Constantinopla, ya sabe cómo
influir en política. Aprovechando la visita a su burdel de Justiniano, por entonces emperador en
ciernes, nuestra heroína le come el coco (y acaso algo más), al punto de
convertirse primero en su favorita y luego en su esposa.
Desde el solio imperial, Teo auspició leyes de
protección a la mujer que ya quisieran hoy muchas. Consiguió además que su
marido, un tipo culto pero bastante rajado, no huyese ante una sublevación
civil y lograra sofocarla. Eso sí, durante sus veinte años de gobierno en
común, Justiniano cargó un buen saco de cuernos, pese a que su esposa ya iba de
formalita.
Ninguna de estas dos santas ha visto, sin embargo,
reflejadas sus loables existencias. Ni en el cine, ni en el cabaré. En teatro
sí, gracias a la Théodora de Victoriano Sardou, magistralmente encarnada
por la impetuosa Sarah Bernhardt. ¿La razón de tal agravio?… Culpa de pintores y
artistas plásticos.
Un vistazo al mosaico de Teodora en San Vital de Ravena, hace que la emperatriz aparente
como una versión gore de la tabla periódica de Mendelejeff. María Egipciaca,
por su lado, padeció ser inmortalizada por tenebristas como El Españoleto y Vicente Berdusán. Unos mamones que la
sacaron como al cochero de Drácula ¡Maldito Instagram!
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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