Por Pablo Mendelevich |
Es como si le hubieran pedido a Cristina Kirchner que dé
cátedra sobre la posverdad, que haga demostraciones para que se pueda entender
ese fenómeno. El magisterio la entusiasma.
Quienes quieran saber qué tan vil, corrosiva, absurda es la
posverdad, naturalización de la mentira que fluye por infinitos canales
digitales irrigados por prejuicios colectivos, no tienen más que escuchar ésta.
Ella dice que se le estrujó el corazón después de haber leído en La Nación un
reportaje a los padres de Santiago Maldonado: "Cuando leí que el padre de
Santiago no quería ver la cara de su hijo en una bandera, me acordé de miles de
rostros y entendí profundamente la desesperación de esa familia".
¿Miles de rostros? ¿Está diciendo que Maldonado es el
desaparecido 30.001? ¿Que a Maldonado lo hizo desaparecer Macri? No lo dice, lo
sugiere. El disparate crudo, tosco, no sale de su entrenada boca. De eso se
ocupan los militantes, los "soldados para la liberación", que tras un
movimiento imperceptible de la batuta entonarán la equiparación de Macri con
"la dictadura". Cristina sólo habla de cómo se emociona anoticiándose
en este diario del dolor de los padres de un desaparecido.
Acá hay que pellizcarse. Nadie le pedirá que explique cómo
puede ser que los "diarios hegemónicos", que según ella lavaron la
cabeza de la gente y encumbraron a Macri, ahora, llegada la tragedia, la
informan y la estrujan. Nadie le pedirá que aclare eso ni ninguna otra cosa
porque, todo el mundo lo sabe, no lo hará. Practica desde hace años la comunicación
unidireccional. Sólo dialoga con su eco. Con el que tampoco le interesa
demasiado estar siempre de acuerdo. La posverdad no va a la razón, sino a la
emoción.
De igual modo, la candidata a senadora viene de sugerir que
en las PASO fue víctima de un fraude organizado por Macri. No dijo fraude ni
dijo Macri, sólo mezcló festejo con recuento y conectó el manejo comunicacional
del escrutinio provisorio con la Década Infame, elaboración en la que se grabó
con Agustín Rossi como actor de reparto.
Es la unidireccionalidad del discurso lo que cimenta el
extremo de que una ex presidenta que ahora mismo tiene a su jefe del Ejército
preso bajo el cargo de haber integrado un grupo de tareas durante la dictadura
no diga una sola palabra sobre eso, no mencione jamás al general a quien ella
no sólo le confió el Ejército, sino también el manejo de la inteligencia
argentina. En cambio, pretende convertir la desaparición de Maldonado en una
verificación de sus consignas antidemocráticas. Menea a Videla y se saltea a su
Milani.
No es una novedad que Cristina use un drama para hacer
política o calle otros dramas -según su evaluación utilitaria- en los que debió
haber aparecido y prefirió esconderse. Lo hizo siempre. En el caso de Nisman
habló de más, hasta despachó en 48 horas y sin pudor hipótesis contrapuestas
con parejo énfasis. En el de Once se guardó cobardemente. Pero lo de
estrujarse, quién sabe por qué, no le había ocurrido con los desaparecidos de
cuando estaba en el poder (además de Julio López, Iván Torres Millacura, caso
sucedido en la Patagonia en 2003, que acaba de recordar Fernando González en
Clarín).
Como opositora ella nunca le hizo asco a nada. Probó con
instalar los peores fantasmas sociales, trabajó sin descanso la idea de los
despidos masivos, el hambre generalizada, la indigencia expandida. Tremendismo,
en fin, que por lo menos en las PASO no rindió los frutos esperados. Lo que no
significa que el número de fieles no siga siendo considerable. Un núcleo con
poca propensión a discutir ideas y razones.
Con muchos de ellos como engranajes de las redes sociales y
miles de personas sensibilizadas de buena fe por el trauma histórico de las
desapariciones, Cristina consiguió liderar el fin de semana la contaminación
política del caso Maldonado. Una bajeza a la que se pretende sustentar en la
aseveración de que la Gendarmería llevó adelante el secuestro. Aseveración no
probada, como tampoco está probado lo contrario.
La trampa dialéctica no pasa por consagrar la participación
delictiva de miembros de la Gendarmería -que no debe descartarse-, sino por
hacer responsable de una "desaparición planificada" al gobierno
nacional, por insinuar la continuidad de la represión ilegal. Es penoso que la
reciente exoneración de Miguel Etchecolatz en la policía bonaerense, vergonzosamente
tardía, no haya puesto sobre la mesa el tema de los derechos humanos y la
eficacia de la causa.
© La Nación
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