Por Jorge Fernández Díaz |
Mi padre era un caballero asturiano que pecaba por
su excesiva corrección: expurgaba cuidadosamente del lenguaje las malas
palabras y el doble sentido, y sólo podía ser agresivo en extrema defensa
propia. Una tarde, al volver del fútbol, me trajo dos muñecos entrelazados que
representaban jugadores de San Lorenzo y de Huracán; un mecanismo básico
permitía que el primero sodomizara al segundo.
El regalo, por su violencia y su
obscenidad, me dejó helado: yo tenía cerca de diez años, miré a mi padre como
si fuera un desconocido y me pregunté en qué se convertía aquel hombre cuando
iba a la cancha, afición muy ocasional que sólo compartía con ciertos amigos.
La experiencia enseña que personas racionales y pacíficas suelen transfigurarse
en verdaderos energúmenos al calor de un partido, y que gente apocada lanza en
las gradas y plateas toda clase de insultos y amenazas aberrantes. Algo de ese
fanatismo patotero, algo de esa pasión turbia y fundamentalmente frívola, una
chispa de esa bronca visceral pero plana brilla por la división política dentro
de las redes sociales, donde unos y otros se prometen el infierno.
Afortunadamente, en la vida real la mayoría de ellos sería incapaz de llevar a
cabo esas intimidaciones anónimas o grupales, esos augurios feroces y delictivos.
La grieta es una pulseada demente y ciega, que degrada a todos por igual, y que
se parece asombrosamente a la escaramuza futbolera. El acalorado debate
intelectual para dirimir si la Argentina reconstruye un populismo autoritario o
inaugura una democracia republicana es todo lo contrario: una discusión
esencial para nuestro destino que de ningún modo puede ser acallada o eludida,
y en ella el corte no resucita la clásica dicotomía de peronismo y
antiperonismo, puesto que muchísimos devotos de Perón se ubican hoy en las dos
veredas en pugna.
La persistente queja de que se han estado cavando
trincheras de odio similares a 1955 proviene ahora del peronismo clásico, y
suena a truco viejo y a impotencia. El truco busca una vez más escamotear la
chance de que haya una evaluación seria y completa de los veinticuatro años de
gestión justicialista, puesto que la curva de su derrotero gestionario muestra
el tremendo declive nacional. Que pícaramente nadie quiere asumir como propio
ni como un todo: menemistas, duhaldistas y kirchneristas pretenden no haber
integrado la misma fuerza que privatizó a mansalva, devaluó a destajo y saqueó
a conciencia. Este balance negativo es tachado inmediatamente de
"neogorila": nadie podría acusar a los críticos del radicalismo o del
socialismo santafecino de antirradicales o de antisocialistas, y esta
permanente amenaza de estigmatización que produce incluso inhibiciones en
cualquier comentarista independiente prueba hasta qué punto el peronismo logró
colonizar la opinión política y esterilizar sus objeciones.
Otra peligrosa zoncera mascullada entre dientes por
el peronismo tradicional se refiere al escándalo que le provoca un nuevo
revisionismo histórico: esta corriente inorgánica no viene contaminada por las
ideologías y está echando luz sobre la mismísima actuación de Perón a lo largo
de sus dos primeros gobiernos, durante su exilio franquista y, principalmente,
en los años 70, cuando la administración justicialista perpetró crímenes de
lesa humanidad por los que nunca pagó. Curiosamente, los peronistas le
adjudican con rencor a Mauricio Macri estas revelaciones librescas, sin
entender además que Pro es desdichadamente un partido posmoderno sin conciencia
ni preocupación histórica. Aunque tiene en su seno, vale decirlo, a delfines peronistas
y se propone después de octubre tejer un gran acuerdo de fondo con los
referentes genuinos del PJ.
El lamento peronista es un chantaje que esconde en
su interior estos dos reproches implícitos: no revisen globalmente nuestra
gestión y no exhumen los antiguos pecados de nuestro líder; si persisten en esa
senda, estarán trabajando para la discordia de los argentinos. El mensaje
revela hasta qué punto son refractarios a la autocrítica, y por qué no han
logrado en consecuencia una renovación, un nuevo rumbo y un liderazgo
consistente. Hoy resulta mucho más interesante discutir con el cristinismo que
con dirigentes híbridos sin brújula ni convicciones.
Por estas horas, y ante la inminencia de una buena
performance electoral de Unidad Ciudadana, esos mismos dirigentes pretenden
instalar la ocurrencia de que Cristina Kirchner resucitó merced a quienes nunca
dejamos de refutar sus argumentos. La reconstruimos por el simple método de
nombrarla. Esto no es cierto: basta releer las encuestas de hace un año para
comprobar que la imagen y la intención de votos de la arquitecta egipcia son
hoy exactamente las mismas que entonces. El razonamiento intenta deslegitimar
el hecho de que la Pasionaria del Calafate representa, nos guste o no, a un
sector considerable del electorado y que puede capitalizar una parte del voto
castigo contra un ajuste que ella misma provocó pero que Macri debió
instrumentar. Y busca borronear también que el peronismo es culpable de no
haber sabido desplazarla durante todo este tiempo.
Al igual que Cristina, soy hijo de una antigua
familia asturiana en cuyo seno se hablaba bable, fui víctima del bullying en
el colegio y me costó mucho integrarme en esta sociedad donde nos sentíamos
extranjeros. Para hacerme rápidamente argentino, me volví peronista, algo que
disgustó muchísimo a mi padre. Afirma Luis Alberto Romero que ese proceso de
asimilación y arraigo a través del nacionalismo ha sido muy habitual en muchos
inmigrantes de distintas generaciones y países: el peronismo brindaba aquí un
intangible certificado de pertenencia. Mis padres provenían de la hambruna de
la posguerra civil española y arribaban en 1947 a la Tierra Prometida de Perón.
Quienes duden de los avances sociales que se produjeron en aquella época sólo
deben leer la obra clásica de Romero: Breve historia contemporánea de
la Argentina. En ella pueden verse también las zonas siniestras y sus
grandes camelos, inspirados mayormente en las experiencias de Mussolini. Los
libros, los viajes, la madurez y un balance severo del desempeño de este
movimiento durante la era fundada por Alfonsín me alejaron hacia una
socialdemocracia desarrollista sin partido; un alma en pena, como diría Sarlo.
Si viviera mi padre, un republicano español, seguramente estaría más de acuerdo
con esta adscripción solitaria.
La radicalización del kirchnerismo, que en lugar de
copiar lo mejor del partido de Perón calca lo peor, le agrega la tara
setentista y asume propósitos bolivarianos, constituye una peligrosa tendencia
que prefigura un régimen de partido único donde se disloca la economía y se
combate a cualquier disidente. Cómplice principal de esta patología resulta el
justicialismo bonaerense, que es la mismísima negación de aquella evolución de
los años 40: convirtió su bastión histórico en el distrito más pobre del país,
la mitad de su población trabaja en negro, el 60% carece de cloacas, dejó un
Estado inútil y colapsado, alimentó a la policía mafiosa y permitió que el
narcotráfico se adueñara de los territorios. El peronismo, en tanto fuerza
dinamizadora y progresista, nos traicionó. Y aun así su reconfiguración es
imprescindible para crear un nuevo sistema de partidos políticos. Cuando sea
más interesante discutir con los peronistas clásicos que con los cristinistas,
esa meta se habrá logrado. Y la Argentina quizá tenga entonces una verdadera
oportunidad.
© La Nación
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