Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Bajar los precios, mejorar la educación, subir los salarios,
eliminar el desempleo, pobreza cero, eliminar la inflación, combatir la
inseguridad, subir los salarios, mejorar la salud. Lindas definiciones que
todos quieren pero que nadie explica cómo alcanzar.
Y los políticos en campaña
(y fuera de ella cuando son oposición) son de pedir lo que no tienen idea de
cómo conseguir, como quien desea la paz mundial. Es un latiguillo gastado la
poca credibilidad de un político en campaña. No por ello vamos a dejar de
destacar el nivel paupérrimo del contenido propuesto por los candidatos en
estas elecciones, que tienen un nivel de compromiso ciudadano similar a una
reunión de consorcio un feriado.
Más de dos mil millones de pesos destinados a la encuesta
electoral más grande de los sistemas presidencialistas mundiales, en la que
todos –y por todos me refiero a los que pagamos impuestos hasta cuando
compramos un caramelo– financiamos desde las boletas de candidatos que, si
tuvieran tan buenas ideas, conseguirían quién se las financie, hasta los spots
propagandísticos en los que demuestran por qué necesitan del Estado: nadie
pondría un peso en ellos.
Pino Solanas recurrió a la estrategia de mostrar videos a
personas comunes para registrar sus reacciones. Allí se puede ver a un hombre
con look laburante del año 1985 con una tablet en la que observa a Pino decir
“este gobierno no maneja ni la inflación, ni la inseguridad, ni la inversión”.
Luego, el hombre mira a cámara con cara de “por qué grita el abuelo”, pero, con
prudencia, decidieron subtitularlo con “creo que voto a Pino”. El asunto es
preocupante. Uno puede entender que no tenga un asesor publicitario potable,
dado que ni siquiera paga las expensas de los locales que alquila en cada
elección –literal– pero ese señor hizo carrera como cineasta.
Independientemente de ello, no hubo ninguna otra propuesta más que “voten al
señor que grita para que siga gritando”.
Todos esperamos que los hombres de la izquierda vernácula
nos diviertan en tiempos electorales. No defraudaron. Y si bien el “Démosle
fuerza a la izquierda con Manuela” es una adulteración, no hacía falta ir tan
lejos para encontrar la propuesta más onanista, título que se lo podríamos
entregar con honores a “que todos trabajen 6 horas y cobren 25 mil pesos”.
Sobre todo en un país en el que un joven profesional cobra por encima de esa
cifra por 8 horas. Una a favor: Alejandro Bodart propone quitarle el
presupuesto a la Iglesia. Adhiero. Y podrían empezar por dar el ejemplo
haciendo campaña sin la plata del Estado.
Lejos de frenar en el muestrario de propuestas de quienes
suponen que prohibiendo los pobres se elimina la pobreza, los muchachos que se
prenden en cualquier lucha también proponen la prohibición de los despidos a
las empresas. A veces creo que están a un minuto de proponer que todos
prendamos los acondicionadores de aire para frenar el calentamiento global. No
sé qué tipo de trauma padecieron en la niñez, pero pocas cosas me generan más
ternura que los que suponen que las empresas surgieron por generación
espontánea. Una cosa es estar en contra del capital y otra, muy distinta, es
desconocerlo. Uno no puede odiar lo que desconoce, pero es el caso de estos
muchachos. Al menos podrían mirar alrededor y fijarse como resultan políticas
similares. Los porteros de edificio –perdón, encargados– tienen un estatuto que
fija que el causal de despido justificado –sin tener que vender el edificio
para pagar la indemnización– es una condena firme en causa penal dolosa grave.
¿Resultado? Prácticamente no existen edificios nuevos con porteros –perdón,
encargados– desde hace años.
En idéntica dirección van las propuestas de ocupar las
instalaciones de la empresa que se va, que quiebra, o que decide hacer con su
patrimonio lo que se le antoja porque es de ellos. Los muchachos se quedan
dentro de la empresa, y exigen que se les entreguen todos los bienes para ser
administrados como cooperativa. Nadie se pregunta por qué, si tan viable es el
sistema, no ponen plata entre todos y crean una empresa desde cero.
Matías Tombolini fue blanco de una campaña de desprestigio
montada por el que tuvo la idea de mostrarlo preocupado por llenar las dos
heladeras del penthouse que tiene por cocina. Independientemente de ello,
promete algo tan falso como su problema para pagar las expensas: en estas
elecciones no se vota un ministro de Economía, se votan diputados y senadores.
O sea, legisladores que lo mejor que pueden hacer para que la plata alcance es
renunciar a sus dietas y a los pasajes de avión gratuitos, negarse a contratar
un plantel de asesores, y devolver el porcentual de impuestos correspondiente a
los contribuyentes.
Pero Tombo es uno más del espacio de la campaña de
sentimentalista que encaró el massismo, en la que también apelaron a un curioso
spot radial en el que dicen que “es hora que un lugar que vende droga pueda ser
allanado”. Como si no pudiera ser allanado. Como si no se llevaran a cabo
cientos de allanamientos por día. En este mismo momento, mientras usted lee
esta nota, se está realizando un allanamiento en algún lugar del país. Es un
principio legal que está hace un tiempo en nuestro aparato jurídico: desde
1853. Pero bueno, a Sergio Tomás le pareció buena idea proponer esto ante la
imposibilidad de prometer cosas tangibles y reales, como una reforma tributaria
o un tratamiento que equilibre el humor de Pignanelli.
Resultaron interesantes los spots de Martín Lousteau, quien
aportó datos concretos, un gran faltante en estas elecciones. Sin embargo, el
uso que se le pretende dar a esos datos es un atentado al desarrollo
individual. Si bien en uno de los videos se puede ver el mensaje subliminal del
un bigotito nazi sobre el rostro de Carrió formado por la cabellera del
exembajador en Washington, en otro que circula por las redes sociales aparece
Lousteau argumentando que los porteños hoy pagan 3,3 veces más de impuestos que
hace 50 años. El dato es escalofriante, pero no me hizo tanta mella como la
propuesta de “discutir qué hacer con todo ese dinero”. Nunca devolverlo, jamás
pagar menos impuestos, ni en pedo dejarnos respirar un poco, never in the puta
life permitir que vivamos un poco mejor gracias a nosotros y a pesar del
Estado.
Así es como llegamos al plato fuerte de estas elecciones.
Cambiemos vs. Kirchnerismo, Mauricio vs. Cristina, el lado oscuro contra el
lado luminoso de la fuerza, membrillo contra batata. Pedimos campañas que no
sean personalistas, soñamos con propuestas por sobre personas, y nos entregaron
esto: candidatos que necesitan ser llevados de la mano por figuras más relevantes
ante la incapacidad de emitir una opinión sin prender fuego todo, y candidatos
que hacen campaña contra todo lo negativo que dejaron ellos.
Hemos visto a Elisa Carrió candidatearse por la Capital
Federal e iniciar su campaña en Rosario, Santa Fe, y recorrer varios distritos
de la provincia de Buenos Aires. Su imagen es todo lo que hace falta. Lo mismo
ocurre con la gobernadora de la provincia, María Eugenia Vidal, a quien tienen
de tutora de Gladys González y Esteban Bullrich.
Es como si fuera una pesadilla del Jaime Durán Barba que, en
el libro La Política en el siglo XXI, critica como arcaico el maniqueísmo: el
oficialismo ha encarado la campaña como la lucha de buenos contra malos. En lo
personal, no lo veo ni bien ni mal, pero no deja de llamarme la atención lo
poco disruptivo del mensaje en un país en el que el discurso maniqueista es tan
argentino como el dulce de leche, la birome, y hablar sin saber.
Cada vez más notamos que las campañas legislativas se
dirimen por valores. Y un valor no es reprochable más que en la contraposición
con otro valor, tan reprochable como el anterior. Todo depende de los
parámetros mentales, la educación, la experiencia de vida de cada uno. O sea,
de qué tan cascoteados vengamos. Y en base a esto es que los acomodamos para
armar una escala de menor a mayor importancia. Nuestra escala de valores, tan
personal como una huella digital, pero relativamente homogénea en algunos
puntos en particular: todos estamos de acuerdo en que el derecho a la vida es
inalienable. Bueno, al menos todos los que no somos psicópatas. También están
los que creen que unas decenas, centenas o miles de muertos y detenidos es un
precio justo para vivir en libertad. Tienen una escala de valores tan distinta
a otras que consideran que el individuo es un accesorio a un proyecto, modelo o
movimiento.
En 2009, con las brasas del conflicto con el campo aún
humeando, el kirchnerismo centró su mensaje en el discurso peronista industrial
romántico. Dolidos por el conflicto, campo e industria dejaron de ser dos
sectores productivos para convertirse en dos valores contrapuestos. La
utilización de imágenes cuidadosamente seleccionadas apuntaba a la nostalgia
del votante por un tiempo que no vivió y que en su imaginario de recuerdos
impostados, figura como más feliz. No prendió. La falta de terapia por la
derrota política se convirtió en derrota electoral.
En frente estaba el spot de Francisco De Narváez, donde
aparecían tres personas, una en un complejo de viviendas estatales, otra en una
calle común, otra en el campo, buscando voluntarios para fiscalizar las
elecciones. En medio de un tsunami de inseguridad, la campaña apuntaba a la
responsabilidad de los que se quejan sin accionar, pero también expuso el
argumento de que los votos se pueden robar. Ni Kirchner ni De Narváez
plantearon en sus spots más representativos otra propuesta que no sea apelar a valores.
Ganó el que logró más identificación.
En 2013 vivimos la dicotomía de legalizar el
hiperpersonalismo o avisarle que no le renovábamos el contrato al final del
término. En un contexto en el que nadie del oficialismo desmintió los dichos de
Diana Conti de una reforma constitucional que permitiera una Cristina Eterna,
el país vivía una avanzada anti institucional transmitida en directo, pero no
fue eso lo que más pegó en el ciudadano. Si así hubiera sido, la movilización
en contra del intento de democratización de la Justicia habría sido tan masiva
como todas las demás. Sergio Massa hizo un spot con las mismas cosas que
propone hoy, pero con un mensaje clave: frenar la reelección indefinida. El
kirchnerismo, por su parte, llamó a votar “por la alegría”. Uno planteó un
valor de unidad nacional; el otro, una ponderación del masoquismo, salvo que
alguien pueda sentir alegría con la política. Ganó un tercer valor,
republicano, que recurrió a una opción para frenar a otra. Pero Massa todavía
cree que ganó él.
Estas elecciones contamos con el caso de Florencio Randazzo,
quien apela abiertamente a un valor: el de cumplir. Y la verdad que cumplir con
obligaciones no es un valor, sino un deber. El kirchnerismo, desde el frente
Unidad Ciudadana, cae en el mismo problema que Cambiemos respecto de sus
candidatos: no pueden depositar la campaña en ellos. En Cambiemos, porque no
los conoce nadie. En Unidad Ciudadana, porque los conocen demasiado. De allí
que hablen de la inflación del gobierno de Macri o de la recesión económica en
afiches sin caras. Poner la foto de Cristina al lado llevaría a suponer que es
una joda pagada por el gobierno.
Soy de los que prefieren las ideas por sobre las personas.
Pero como no vivo en un termo, sé muy bien que una buena idea no es tan buena
en manos de determinados personajes. Incentivar la investigación de la salud
humana es una gran idea, salvo cuando la lleva a cabo Mengele.
En un país acostumbrado a votar personas, los partidos se
vieron obligados a mostrar otras cosas. Hubiera sido interesante que apelaran a
ideas más que a valores. Pero las ideas de lo que se cree que se debería hacer
son espantavotos de un electorado que quiere más Estado y menos impuestos al
mismo tiempo. Y hacía allí vamos, al menos discursivamente. Porque en la
política moderna es mejor permanecer y transcurrir que perdurar.
Giovedì. El problema de tener que elegir entre el bien y el
mal es que todos creen que optaron por el bien.
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