Jeanne Moreau |
Por Isabel Coixet (*)
La primera vez que vi a Jeanne Moreau en una pantalla fue en
Jules et Jim. Hay un momento, al
principio de la película, cuando Catherine, su personaje, es seguida por los
dos amigos durante un paseo y repentinamente se gira hacia ellos y les dice:
«Ustedes son dos idiotas».
El rostro completamente serio de Catherine y su risa
posterior se me quedaron grabados, así como el momento de la carrera cuando
ella se pinta un bigote y les desafía a ambos a correr en un puente. Creo que
en ese momento me pareció la mujer más fascinante del mundo: una mezcla única
de inteligencia, madurez, tormento, inocencia, morbo y todos los je-ne-sais-quoi que hacían de ella una
actriz singular, por encima de modas y por encima del tiempo.
En los años posteriores, busqué sus películas, buenas,
malas, geniales, mediocres, con avidez. Bastaba su presencia para iluminar la
pantalla, su rostro contaba una historia que transcurría paralela a la historia
de la película, distanciándose, alimentándola. La noche, de Michelangelo Antonioni, enfrentada a un Marcello
Mastroianni con aspecto de tenerle miedo. Las tres películas que hizo con Orson
Welles, un director que intentó seducirla sin éxito y que supo sacar su parte
vitalista y alegre en Falstaff y su
parte tenebrosa en El proceso. Ascensor para el cadalso y Les amants, con Louis Malle, con el que
tuvo una relación y que dijo de ella «que abandonaba a los hombres en la
cuneta». Nathalie Granger, con Gérard
Depardieu, dirigidos por Marguerite Duras. El
diario de una camarera, dirigida por Luis Buñuel. Jeanne Moreau se codeó
con las mentes más estimulantes del último siglo: Jean Cocteau, Jean Genet,
Marguerite Duras, Blaise Cendrars, Henry Miller, Tennessee Williams, André
Gide… y sedujo hasta el final de sus días a todo el que se le puso por delante.
La vi en el teatro una sola vez en La
celestina y todavía recuerdo la parsimonia con la que contaba las migas de
la mesa, mientras recordaba el pasado: ella, para la que el pasado siempre
estaba presente.
Tuve la enorme suerte de conocerla en persona, con motivo
del Festival de San Sebastián en el que fui parte del jurado del que ella era
la presidenta. He leído estos últimos días comentarios completamente falsos de
su tiempo en Donosti y no perderé el tiempo respondiendo. Lo que sí quiero
dejar claro es que a los 80 años, cuando la conocí, Jeanne Moreau poseía una
inteligencia, un sentido del humor y una vitalidad que para sí quisiera mucha
gente de treinta y que los diez días que pasé viéndola a diario, compartiendo
cenas, películas, paseos, visitas, fueron una auténtica delicia y una lección
de vida. En dos minutos, consiguió que olvidara el mito y que me sintiera
cómoda a su lado. Era cariñosa, atenta, asombrosamente inteligente en sus
juicios sobre el cine, contradictoria, cercana. Y sí, a veces se enfadaba como
una niña de siete años, y sí, quería salirse siempre con la suya, ¿y qué? Estar
a su lado era vivir un pedazo de la historia del cine contado por alguien que
había formado parte de ella y que no estaba de vuelta de todo porque la cabeza
de Jeanne siempre estaba abierta a propuestas, proyectos, ideas. Esos días me
proporcionaron su amistad y la de su agente, Yoann de Birague, que se convirtió
en el mío.
Nunca olvidaré una noche, en la que me dijo que, por favor,
escribiera un papel para ella y para Bruno Ganz, a lo que yo dije que sí, que
por supuesto. No lo hice. Aún no sé por qué. Y lo lamentaré para siempre.
(*) Directora de cine, guionista, traductora y escritora española
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