Por James Neilson |
A los dirigentes políticos y pensadores mediáticos europeos
actuales les cuesta tomar en serio el islam. Fingen respetar a los musulmanes
pero no los creen capaces de ser protagonistas del drama mundial; suponen que
les corresponde ser actores de reparto mientras que ellos mismos cumplen los
papeles principales. Haciendo caso omiso de más de mil años de historia, los
más progresistas atribuyen los atentados ya cotidianos cometidos por guerreros
santos al grito de “Allahu Akbar” – nuestro dios es el más poderoso– a la
beligerancia reciente de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña.
En su opinión,
los musulmanes son víctimas inocentes de la perversidad imperialista y la suya
es “una religión de paz” apropiada para quienes no tienen poder.
Fue por tal motivo que muchos se afirmaron sorprendidos por
lo que sucedió la semana pasada en Cataluña, cuando el conductor de una
furgoneta alquilada mató a quince personas en Las Ramblas barcelonesas y sus
cómplices trataron de hacer lo mismo en la localidad de Cambrils. ¿Qué –se
preguntaron– han hecho últimamente los españoles para merecer ataques
equiparables a los perpetrados en ciudades colonialistas como Londres,
Manchester, Bruselas, París y Niza, además de Tel Aviv y Jerusalén?
Puesto que para la buena gente la historia comenzó hace muy
poco, le parece absurdo dejarse preocupar por el que aún haya musulmanes que,
además de lamentar la pérdida de Al-Andalus más de medio milenio atrás,
fantasean con reconquistarlo masacrando infieles y destruyendo símbolos del
cristianismo como la Sagrada Familia ¿Es tan absurdo? Tratar de desquitarse por
derrotas sufridas por sus correligionarios hace muchos siglos dista de serlo
para islamistas cuya memoria histórica suele ser un tanto más amplia que la de
quienes llevan la voz cantante en los círculos académicos y políticos
occidentales.
La resistencia de dichas elites a reconocer que los
yihadistas son enemigos peligrosísimos puede entenderse. Forman parte del
establishment gobernante que abrió las puertas para que entraran millones de
musulmanes que, aseguraban, no tardarían en abandonar sus belicosas creencias
ancestrales para metamorfosearse en europeos “normales”.
Para desconcierto de los biempensantes, la asimilación
prevista fue sólo parcial. Aunque la primera generación de inmigrantes
musulmanes se esforzó por integrarse, entre sus hijos y nietos muchos
encontrarían más atractivas las certezas truculentas del islam tradicional que
las dudas propias de sociedades de consumo, de costumbres hedonistas, que, a su
juicio, no les ofrecen nada trascendente.
En Europa y, en menor medida, Estados Unidos, quienes temen
más a “la islamofobia” que al islam están a la defensiva. Políticos que
estimularon la inmigración en gran escala por suponer que les permitiría
restaurar el equilibrio demográfico perdido ya saben que cometieron un error
que podría tener consecuencias catastróficas, pero son reacios a admitirlo.
Ante cada nuevo atentado brutal de los yihadistas procuran tranquilizar al
público explicándole que los terroristas no son musulmanes auténticos, pero a
esta altura pocos creen que los presuntos “moderados” los ayuden a luchar
contra el yihadismo. Con todo, si bien está consolidándose el consenso de que,
como en una oportunidad dijo Angela Merkel, el multiculturalismo ha fracasado
por completo, y, para más señas, parece evidente que, por ser el islam un culto
que entraña un proyecto político totalitario, es tan incompatible con la
democracia pluralista como el nazismo y el comunismo, pocos están dispuestos a
pensar en cómo solucionar los problemas resultantes.
Al resistirse a actuar con más vigor contra yihadistas y
predicadores del odio ya conocidos por las autoridades, muchos gobiernos
europeos están facilitando el surgimiento de movimientos radicales que los
comprometidos con el statu quo califican de populistas, cuando no de
ultraderechistas. Tales agrupaciones piden que sus países respectivos emulen a
los del Grupo Visegrad –Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría– que,
para indignación de los líderes de los demás integrantes de la Unión Europea,
se niegan a permitir el ingreso de contingentes de refugiados procedentes del
convulsionado mundo musulmán. Dicen no querer terminar como Francia, Gran
Bretaña, Suecia, Alemania e Italia que, hasta hace apenas un lustro, les habían
servido de modelos.
Lo que estamos viendo es una guerra asimétrica entre el
islamismo y los resueltos a oponérsele, una en la que a primera vista los
nativistas europeos, por llamarlos así, cuentan con ventajas abrumadoras. Sus
países son ricos y están tecnológicamente avanzados, mientras que con escasas
excepciones los islámicos son estados fallidos sumidos en la miseria material y
desgarrados por conflictos salvajes.
Sin embargo, los islamistas cuentan con una ventaja que
amenaza con ser decisiva: la caída vertiginosa de la tasa de natalidad en buena
parte de Europa. Dijo una vez el dictador libio Muammar al-Gaddafi: “Hay signos
de que Alá garantizará la victoria islámica sin espadas, sin pistolas, sin
conquista. No necesitamos terroristas, ni suicidas. Los más de 50 millones de
musulmanes que hay en Europa lo convertirán en un continente musulmán en pocas
décadas”. Nada de lo ocurrido en los años últimos ha servido para desvirtuar el
vaticinio del extinto autor del farragoso “Libro verde”. Tal y como están las
cosas, aun cuando todos los terroristas sean abatidos en los meses próximos,
los islamistas conseguirán su objetivo bien antes de que los estudiantes
europeos actuales hayan empezado a jubilarse.
Mientras tanto, los líderes de los países que aguardan con
nerviosismo una nueva ofensiva yihadista desatada por los centenares, tal vez
miles, de combatientes que están regresando de los campos de batalla en Siria e
Irak, están devanándose los sesos en un esfuerzo por entender las razones por
las que tantos jóvenes musulmanes, como la banda de Ripoll en Cataluña, que se
criaron en Europa optan por “radicalizarse”.
No se trata de un misterio insondable. El género humano
raramente se ha destacado por sus sentimientos pacíficos. Antes bien, a través
de los siglos millones de personas cultas e inteligentes se han inmolado, con
orgullo exultante, por causas que para generaciones posteriores, serían
incomprensibles. Para mantener reprimidos los instintos agresivos, los
eurócratas y sus simpatizantes se las arreglaron para desprestigiar el
nacionalismo, el fascismo y, de manera menos tajante, el comunismo, pero
quienes se atreven a manifestar su desaprobación del islamismo militante en
términos igualmente vehementes corren el riesgo de verse denunciados como
neo-nazis racistas.
Algunos optimistas apuestan a que, para adaptarse al mundo
moderno, las corrientes principales del islam experimenten reformas similares a
las que, luego de muchas guerras feroces, hicieron del cristianismo un culto
relativamente benévolo, pero la posibilidad de que así ocurra en los años
venideros es escasa. Lo es porque los fieles tienen forzosamente que coincidir
en que el Corán, a diferencia de la Biblia, fue dictado por Alá mismo y por lo
tanto no puede ser modificado, lo que es una lástima ya que contiene más de un
centenar de versículos sobre la necesidad de matar, mutilar o esclavizar a los
no creyentes.
Para más señas, no hay nada parecido a la recomendación
bíblica de “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”:
entre otras cosas, el Corán es un proyecto político más riguroso que los
improvisados por cualquier marxista dogmático. Asimismo, se equivocan aquellos
políticos bien intencionados que nos dicen que los yihadistas han “secuestrado”
una religión benigna, distorsionándola hasta tal punto que su versión le es
ajena. Aunque bajo presión las máximas autoridades de instituciones como la
Universidad Islámica de Al-Azhar en Cairo han condenado algunas matanzas
perpetradas por yihadistas, no pueden declararlos apóstatas, o sea, culpables
de lo que, para los musulmanes, sigue siendo un crimen capital, porque
interpretan literalmente, es decir, fielmente, los mandatos coránicos avalados
por un dios poderoso.
Desgraciadamente para los persuadidos de que debería ser
relativamente fácil reformar el islam, el culto que fundó Mahoma funciona como
un algoritmo genial. Es intrínsecamente expansionista; está programado para
incorporar, por las buenas o por las malas, a cada vez más personas, premiando
a los convertidos al asegurarles que son los mejores y castigando a quienes se
resisten ofreciéndoles, si tienen suerte, una existencia precaria como lo que
hoy en día se llamarían ciudadanos de segunda clase.
En el siglo XIX, cuando la supremacía europea parecía
incuestionable, se atenuaron tales actitudes, pero al someterse tanto los
europeos más influyentes como su progenie transatlántica a un baño de
autocrítica, se fortalecerían nuevamente en las crecientes comunidades
musulmanas del bien llamado Viejo Continente, de ahí la nada reconfortante
situación actual. A menos que los miembros menos belicosos de tales comunidades
colaboren plenamente con quienes están procurando combatir el yihadismo,
podrían resultar proféticas las alusiones premonitorias a la inminencia de una
confusa guerra civil que, luego de haber proliferado en los medios sociales,
están comenzando a aparecer en periódicos nada extremistas de Europa.
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